Por Albino Prada, Sin Permiso
Si uno quiere evaluar el alcance tóxico del actual dominio de lo que hemos dado en nombrar como neoliberalismo conviene definir bien de que estamos hablando. Para así tener claro su distancia del viejo liberalismo, el socialismo o la socialdemocracia. Y reconocerle el enorme potencial para invadir y contaminar el resto de alternativas ideológicas posibles respecto a nuestros problemas sociales. Pues es obvio que los neoliberales no se consideran a sí mismos dentro de una ideología objeto de debate, sino en posesión de la razón misma de las cosas.
Su núcleo argumental parte de una idea sencilla y rotunda: el neoliberalismo busca conformar una plena sociedad de mercado en la que el dinero sea la medida y medio para solucionar todas las necesidades humanas. Busca que el dinero y los precios lo puedan comprar y organizar todo: desde la justicia al ocio, pasando por la seguridad o la defensa.
El neoliberalismo habría dejado así atrás la economía de mercado del viejo liberalismo habiendo, al tiempo, inoculado un virus letal a la no menos entrañable economía social de mercado con la que vienen gestionando la Unión Europea, en compañía de otrora socialistas o socialdemócratas, desde hace más de cuarenta años.
En este objetivo sus promotores y conversos tienen muy claro que la sociedad de mercado es un orden social que hay que construir sobre todo ocupando, por un lado, el Estado y, por otro, las conciencias de cada uno de nosotros, para que por ambas vías el dinero pueda subordinar todas las actividades sociales. El Estado podrá ser emprendedor (para que -cuanto antes- el sector privado amplíe su papel), pero ya no productor estratégico, ni en los bienes ni en los servicios (el otrora Estado social y educador).
De este simple proyecto ideológico se derivan numerosas y cruciales consecuencias con las que el neoliberalismo se sabe con una enorme capacidad para abducir al resto de posibles alternativas.
Por ejemplo: en este proyecto carecen de sentido los derechos sociales. Siendo aún más concretos: carece de sentido la reducción de las desigualdades sociales. Porque estas son siempre consecuencia de la supervivencia de los más aptos en una sociedad de mercado, empecinarse en la igualdad supondría la supervivencia de los más ineptos.
Sobre tal base carece de sentido que existan bienes públicos preferentes (sanidad, educación, protección social, etc.) que garanticen un suministro mínimo igualitario para la dignidad de las personas. En una plena sociedad de mercado esas necesidades, como todas las demás, se cubrirán o no por el dinero que uno haya conseguido. No hay lugar para fines morales colectivos.
El ciudadano que abraza este credo deja de serlo para reducirse siempre al papel de consumidor. Y capturada así la conciencia de las personas el Estado puede independizarse de lo que los neoliberales consideran letales peligros del sufragio universal. Dos en especial: el Estado ya no modera-embrida a los más fuertes-exitosos y tampoco protege a los más débiles-fracasados. Sobran las leyes anti-trust o los derechos sindicales. Nadie reclamará ya tales cosas. Se elegirán representantes por sufragio universal, pero lo que estos deban hacer será lo que les susurren los mercados.
Esta tóxica soberanía del consumidor se concreta también en el papel del trabajador en el mercado laboral. Aquí se considera que el mercado (derechos) y su precio (salario) deben verse libres de fricciones entre dos partes iguales que contratan, por eso se consideran el contrato laboral, los salarios mínimos, los horarios, la jornada laboral, los sindicatos, la edad de jubilación, etc. cosas trasnochadas a superar en un contrato mercantil entre presuntos iguales. Como cualquier otra compraventa. Lo que asegura una dependencia extrema del consumidor-trabajador respecto al que lo emplea.
Una dependencia extrema que no solo se cumple para las horas, jornadas y años del trabajo vivo aportado por los muchos a los pocos, sino también para el trabajo social acumulado (la ciencia y la tecnología) que se supone generada, comprada y registrada en favor de los pocos. Con lo que el trabajo intelectual de la mayoría social cava una fosa cada vez más profunda de su dependencia.
En la conciencia del ciudadano neoliberal todo debe adquirirse en el mercado (de bienes y servicios) mientras los medios para poder hacerlo dependerán de su total entrega al mercado (laboral). Reitero: no hay derechos, no hay bienes públicos, no hay fines morales colectivos. Absolutamente todo debe dejarse en manos de intercambios de mercado por medio de dinero.
No obstante uno se pregunta: ¿es posible una real soberanía del consumidor al tiempo que un extremo servilismo del trabajador?. El neoliberalismo sortea este dilema con dos eufemismos. Convenciendo a los trabajadores que ya son todos clase media y de que le sale a cuenta su des proletarización (salir del ámbito del Derecho del Trabajo y de los derechos sociales) hacia la desalarización y la falsa independencia del autónomo (su reinvención como emprendedor).
Y una vez reducido a ese rol de consumidor-emprendedor serán sus intereses y rivalidad para lograrlos los que definan una conducta que nada tendrá que ver con objetivos colectivos. Para una tal sociedad neoliberal el Estado se limitará a garantizar mercados cada vez más amplios y sin fricciones (laboral incluido) y, al mismo tiempo actuará imitando la lógica de una empresa de servicios (los usuarios –enfermos, alumnos- serán ahora clientes-consumidores) o innovadora (Estado emprendedor) en su programa mínimo. Y, en su programa máximo, al Estado se le negará cualquier legitimidad frente al mercado (en la corriente neoliberal radical anarco-capitalista).
Un programa neoliberal mínimo y máximo enfrentado, sintomáticamente de la deriva de los tiempos, en las últimas elecciones presidenciales francesas entre el neoliberalismo cosmopolita de Macron y el anarco capitalismo patriótico de Le Pen.
Siendo así que además en los últimos cincuenta años la ampliación de los mercados globales de bienes, servicios, materias primas o recursos energéticos, así como el traslado de la producción en busca de mercados laborales con excepcionales tasas de ganancia, junto a la globalización de los mercados financieros ha supuesto un hito neoliberal sin precedentes: una disciplina mundial de mercado.
Por un lado esto ha abierto un espacio nunca antes imaginado a la desalarización y devaluación laboral en los viejos centros del sistema, una dependencia laboral extrema empujada por la competencia en un mercado laboral global. Que se asume como inevitable con el señuelo de abaratar los productos de consumo masivo y adictivo. Una competencia global entre individuos que serán ajenos a cualquier forma de solidaridad ciudadana.
Por otro, ha subordinado a la disciplina del mercado mundial de deuda pública las políticas posibles para los Estados (tanto monetaria como presupuestaria) con lo que se cierra el círculo de lo racional y sistémico.
Una disciplina externa que es otra mano de hierro pues se completa con la devaluación fiscal para evitar la huida, se dice, de los inversores en el mercado de capitales. Junto al reclamo del consumidor neoliberal para pagar los mínimos impuestos (para él un Estado del 15 % de PIB sería suficiente). Ya él se encargará de capitalizar en los mercados (de estudios, jubilación, vivienda, seguros médicos, bolsa, etc.) sus particulares intereses.
Hoy la sociedad China es el mayor experimento de tal ideología, mientras que los Estados Unidos serían el referente mundial del éxito de un modelo que, a todos los que lo consigan imitar y llevar a sus últimas consecuencias (la Unión Europea incluida), nos estaría esperando.
Hoy, cuando las TIC, el big data, los algoritmos, sus patentes y sus marcas controlan los procesos productivos, el trabajo humano en ellas acumulado se pone al servicio de la rentabilidad de los ingentes capitales invertidos en ese capital fijo.
Esta puesta a su servicio implica que el objetivo de la producción en muchos casos no será el satisfacer necesidades humanas básicas sino necesidades y mercados creados por la publicidad y el marketing (en realidades virtuales de todo tipo, como Metaverso). El control del proceso de producción y de venta se busca que sea total (captura privativa de datos, patentes, marcas) para que el consumidor solvente pague un precio muy por encima de su coste de producción y así obtener la máxima rentabilidad.
Tanto si se trata de producir bienes o servicios básicos (como pueda ser para las personas dependientes) como si son creados, dicho control buscará utilizar la mínima cantidad de trabajo humano directo posible respecto al capital fijo (material e inmaterial) invertido (máxima productividad).
Para los trabajadores ocupados en dichas producciones se forzará la mayor jornada (semanal, diaria, etc.) posible y con un salario (mejor aún pagos no salariales) que nada tengan que ver con el valor añadido por el trabajo realizado. El salario directo pagado y, más aún, el salario social (servicios públicos) derivado de las cotizaciones e impuestos que soporte la empresa serán los menores posibles en relación al valor añadido en el proceso productivo.
Siendo así que al capital invertido en un proceso productivo concreto a día de hoy nada le importan las consecuencias agregadas derivadas de una sociedad de mercado definida por los puntos anteriores: creciente desempleo estructural, riesgo de pobreza, exclusión social, galopante desigualdad, insuficiencia de la demanda o colapsos, ya financieros, ya ambientales.
Pues para cada inversor capitalista el máximo beneficio y la máxima acumulación de capital son la clave con la que consolidar y ampliar su poder en la sociedad de mercado.
De la mutación neoliberal del trabajo y del capital me ocupo en mi ensayo “Trabajo y capital en el siglo XXI” (2022), fundamentando propuestas para buscar una salida al “trabajar más” de la razón neoliberal (en horas semanales, anuales y a lo largo de la vida). Si se quiere profundizar en este enfoque es muy recomendable el ensayo “La nueva razón del mundo” (2013) sobre todo en sus páginas 325-381.
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Albino Prada. Doctor en Ciencias Económicas por la Universidad de Santiago de Compostela, profesor de Economía Aplicada en la Universidad de Vigo, fue miembro del Consejo Gallego de Estadística, del Consejo Económico y Social de Galicia y del Consello da Cultura Galega. Editor de los Documentos del Foro Económico de Galicia (2014-2018). Entre 2006-2018 fue columnista habitual de La Voz de Galicia; colabora en medios como Mundiario, La Maleta de Portbou o infoLibre. Es miembro del Consejo Científico de Attac España.
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