El presidente de Estados Unidos, Donald Trump. CARLOS BARRÍA REUTERS
Según un nuevo sondeo de la Universidad Quinnipiac, la mayoría de los estadounidenses cree que Donald Trump no es apto para ser presidente. Es bastante notable. Pero deberíamos preguntarnos cuánto más elevado sería el número si los ciudadanos supieran realmente lo que está ocurriendo.
Porque el problema con Trump no es solo lo que hace, sino también lo que no hace. En su mente, todo es él. Y mientras se acaricia su frágil ego, descuida las funciones básicas de gobierno, o peor.
Hablemos de dos noticias que aparentemente no tienen nada que ver una con otra: el mortal abandono de Puerto Rico, y el continuo sabotaje a la atención sanitaria estadounidense. Lo que estas noticias tienen es común es que millones de estadounidenses van a sufrir, y cientos, si no miles, morir, porque Trump y los miembros de su Gobierno están demasiado centrados en sí mismos para hacer su trabajo.
Empecemos por el desastre de Puerto Rico y las vecinas islas Vírgenes (también de EE UU). Cuando el huracán María golpeó, hace más de una semana, dejó sin energía eléctrica a todo Puerto Rico, y la electricidad tardará meses en restablecerse. La falta de energía puede ser en sí misma mortal, pero aún peor es que, debido en gran medida al apagón, buena parte de la población todavía carece de acceso a agua potable. ¿Cuántas personas van a morir porque los hospitales no funcionan, o por las enfermedades transmitidas por un agua insalubre? Nadie lo sabe.
Pero la situación es terrible, y el tiempo no corre a favor de Puerto Rico: cuanto más pase, peor será la crisis humanitaria. Sin duda, lo suyo sería esperar que el traslado y la distribución de ayuda se convirtiesen en la principal prioridad del gobierno estadounidense. Después de todo, hablamos de la vida de tres millones y medio de conciudadanos nuestros, más que la población de Iowa o del San Diego metropolitano.
¿Y hemos visto ese esfuerzo de ayuda plena e incondicional que una catástrofe de este tipo requiere? No.
Es cierto que cuantificar la respuesta federal es difícil. Pero ninguna de las medidas extraordinarias que cabría esperar se ha materializado.
El despliegue de recursos militares parece haber sido menor y más lento que en Texas después de Harvey o en Florida después de Irma, a pesar de que la situación de Puerto Rico es mucho más urgente. Hasta el jueves, el Gobierno de Trump se había negado a suspender la ley Jones (que obliga a utilizar barcos con bandera y tripulación estadounidenses para los servicios de cabotaje) para Puerto Rico, a pesar de que sí las había levantado para Texas y Florida.
¿Por qué? Según el presidente, "a los que trabajan en el sector de los transportes" no les gusta la idea. Es más, aunque ya ha pasado más de una semana desde que María tocó tierra, el Gobierno de Trump no ha remitido todavía una solicitud de ayuda al Congreso.
¿Y dónde está el liderazgo? Hay razones para esperar una atención visible del presidente a los grandes desastres nacionales, incluida la visita a la zona afectada lo antes posible (Trump no planea visitar Puerto Rico hasta la próxima semana). No es solo teatro; es una señal sobre las prioridades urgentes para el resto del gobierno, y en cierta medida para la nación en general.
Pero Trump pasó los días siguientes al desastre de María tuiteando sobre jugadores de fútbol americano. Cuando por fin se dignó a decir algo sobre Puerto Rico, fue para culpar al territorio de sus propios problemas.
La impresión que le da a uno es la de un individuo enormemente egocéntrico, incapaz de centrarse en las necesidades de otros, aun cuando esa sea la parte principal de su trabajo. Además, está la sanidad. La revocación del Obamacare ha vuelto a fracasar, por la sencilla razón de que el proyecto de ley de Lindsay Graham y Bill Cassidy, como todas las demás propuestas republicanas, no era más que basura miserable. Pero aunque la Ley de Atención Sanitaria Asequible (ACA, por sus siglas en inglés) sobrevive, el Gobierno de Trump está intentando abiertamente sabotear su funcionamiento.
Este sabotaje se está produciendo en múltiples niveles. El Gobierno se ha negado a confirmar si pagará a las aseguradoras unas subvenciones fundamentales para cubrir a los clientes de rentas bajas. Se ha negado a aclarar si obligará a cumplir la exigencia de que las personas sanas se aseguren. Ha cancelado o suspendido la promoción del sistema para conseguir que se apunten a él más personas.
Estas acciones se traducen directamente en una fuerte subida de las primas: las aseguradoras no saben si se les compensarán los gastos principales, y tienen razones de sobra para prever una cartera de clientes más pequeña y más enferma que antes. Y es demasiado tarde para revertir el daño: mientras usted lee esto, las aseguradoras ya están finalizando sus tarifas para 2018.
¿Por qué hacen esto los trumpistas? ¿Es un cálculo cínico: conseguir que la ley fracase y después afirmar que ya estaba condenada? Lo dudo. En primer lugar, porque no hablamos de personas conocidas por sus profundos cálculos estratégicos. Además, la ley no se hundirá de hecho; simplemente se convertirá en un programa más centrado en estadounidenses más enfermos y más pobres, y la oposición política a la revocación no desaparecerá. Y finalmente, cuando la mala noticia llegue, todo el mundo sabrá a quién culpar.
No, el sabotaje a la ACA no debemos contemplarlo como una estrategia, sino como una pataleta. Como no podemos revocar el Obamacare, lo arruinaremos. No se trata de conseguir un fin claro, sino de salvar la dañada autoestima del presidente.
En resumen, Trump es verdaderamente inepto para este o para cualquier otro alto cargo público. Y el daño causado por su ineptitud no hará más aumentar.
Paul Krugman es premio Nobel de Economía.
© The New York Times Company, 2017.
Traducción de News Clips.
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