Fidel


"Peor que los peligros del error son los peligros del silencio." ""Creo que mientras más critica exista dentro del socialismo,eso es lo mejor" Fidel Castro Ruz

jueves, 15 de marzo de 2018

Libro "Economía para no dejarse engañar por los Economistas" (VII)


¿Cómo se hacen las grandes previsiones macroeconómicas y por qué suelen ser tan equivocadas?

Una vez que se definen las magnitudes y variables macroeconómicas y sus
interrelaciones hay que cuantificarlas para poder operar con la máxima precisión sobre ellas; y hemos señalado que eso es difícil, porque hay que recurrir a procedimientos estadísticos y econométricos que sólo pueden aproximarse indirectamente, por estimación, a la realidad.
Los problemas, además, se agravan debido a que no basta con registrar lo más rigurosamente posible la realidad actual, sino que es imprescindible hacer predicciones a partir de esas mediciones.
Todos los sujetos económicos necesitan adelantarse al futuro para tomar sus decisiones. Las familias necesitan estimar su posible renta futura, los tipos de interés que habrá dentro de unos años en comparación con los actuales, los precios de los bienes pasado un tiempo, etc. Las empresas deben establecer predicciones sobre sus posibles niveles de ventas, sobre el coste de la financiación o sobre el comportamiento futuro de sus clientes o proveedores, entre otras muchas circunstancias futuras. Y los gobiernos, igualmente,  han  de  tratar  de  predecir  a  qué  coste  podrán  endeudarse  y también la evolución de los grandes indicadores a la hora de elaborar sus presupuestos. Además, por supuesto, los gobiernos deberán conocer con antelación el posible efecto de sus medidas de política económica.
Por todo ello, los economistas también hemos tratado de desarrollar técnicas de predicción para que los sujetos económicos puedan tomar sus decisiones con la mayor dosis posible de certidumbre y seguridad. Algo que, a tenor de la fama que tenemos, no parece que hayamos conseguido con demasiado éxito, pues se dice que los economistas no sabemos predecir ni siquiera el pasado. Y, aunque esto parezca un chiste, lo cierto es que es así: el investigador de la Universidad de Illinois Samuel Williamson ha descubierto que la pregunta sobre cuánto creció el PIB del Reino Unido en 1959 ha tenido ¡18 diferentes respuestas! por parte de diversas oficinas estadísticas y diferentes investigadores.46
Unas veces, los sujetos económicos sabremos con certeza que un determinado fenómeno se producirá en el futuro y querremos saber con qué efecto  concreto  ocurrirá,  y  otras  veces  necesitaremos  conocer  en  qué momento exacto se producirá algo cuyo efecto sabemos con antelación. Y, casi siempre, los economistas y estadísticos podremos usar los datos para elaborar series temporales que reflejen el comportamiento anterior de cualquier tipo de variable, aunque nos será mucho más difícil poder predecir cuáles serán los datos subsiguientes a medida que vaya pasando el tiempo.
Para ello se utilizan modelos y muy diversas técnicas estadísticas. Desde las cualitativas, a base de preguntar a las personas que se consideran más expertas lo que creen que puede ocurrir, hasta las cuantitativas, que tratan de modelizar patrones de conducta permanentes para deducir lo que ocurrirá en el futuro.  Pero  ni  una  ni  otra  son  omnipotentes  a  la  hora  de  explicar  y predecir ni están a salvo de influencias perversas. El azar, la capacidad de los seres humanos para cambiar los hechos en los que participan, la información tan desigual que se puede utilizar en un momento u otro y la gran influencia que ejerce el período sobre el que queramos elaborar una predicción son los principales factores que hacen que los modelos y la estadística fallen. Y también el hecho de que los economistas, como también hemos señalado, naveguemos constantemente a lomos de esa ceguera que a menudo provocan nuestros propios prejuicios e intereses y nuestras preferencias o servidumbres económicas.
Muchos economistas, por ejemplo, vienen denunciando que esto último es lo que explica que sean precisamente los economistas y los grupos de investigación más poderosos y quienes disponen de más medios estadísticos y de todo tipo y, por supuesto, los mejor retribuidos, los que se equivocan más a menudo.
Efectivamente, los economistas y demás funcionarios que trabajan en los gobiernos, en los grandes organismos internacionales, como el Fondo Monetario Internacional (FMI) o la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), o para los bancos centrales, como el Banco de España o el Banco Central Europeo, son los que ofrecen prácticamente siempre los cálculos y predicciones más errados sobre la evolución de las magnitudes económicas.
Así lo revela, en el caso de España, un curioso estudio que hace anualmente la Escuela Superior de Administración y Dirección de Empresas (ESADE) denominado Diana ESADE. En él se muestra cuantitativamente cuánto  se  equivocan  las  diferentes  instituciones  públicas  o  privadas  que hacen registros cuantitativos de las grandes magnitudes económicas; y, año tras año, las anteriores que acabamos de citar son las que más se alejan de la realidad.
Así, a la hora de predecir el PIB español de 2015, los que más se equivocaron fueron, por este orden, el Banco de España, The Economist, el FMI y la OCDE. En 2014, el gobierno de España, la OCDE, el Banco de España, el FMI y la Comisión Europea. En 2013, gobierno, Banco de España y Comisión Europea. En 2012, gobierno y Banco de España. En 2011, Consejo Superior de Cámaras de Comercio, OCDE, FMI y gobierno. En 2010, Instituto de Crédito Oficial (ICO), FMI y OCDE. Y en 2009, gobierno, ICO y Banco Santander.
Y no son únicamente los organismos oficiales los que se equivocan tan sospechosamente. Algo parecido ocurre con empresas privadas que desempeñan una función en principio muy importante como garantes de la estabilidad económica, y que, sin embargo, han cometido errores tan clamorosos como letales. Me refiero a las agencias de calificación que deberían haber detectado la difusión de hipotecas basura y que, sin embargo, las dejaron pasar aparentemente sin darse cuenta del enorme riesgo que entrañaban. Una de ellas, Standard & Poor’s, aseguraba que, cuando daba la máxima calificación a unos valores conocidos como obligaciones de deuda garantizadas (CDO), sólo había un 0,12 por ciento de probabilidades (o, lo que es lo mismo, una entre 850) de que dichos valores no se pudieran pagar durante los siguientes cinco años. Sin embargo, según sus propios datos internos, resultó que finalmente fueron insolventes un 28 por ciento de las CDO, es decir, 233 veces más de lo pronosticado.
Que quienes más se equivoquen sean precisamente quienes tienen más medios para poder acertar en sus predicciones precisamente porque son los que deciden es algo muy relevante y preocupante. Fundamentalmente, porque nunca se mide por medir sino con el fin de poder actuar a continuación. Como dicen Stiglitz, Sen y Fitoussi en su informe sobre alternativas al PIB que ya hemos mencionado antes, «lo que se mide tiene una incidencia en lo que se hace». Lo cual lleva necesariamente a pensar que en realidad quienes predicen no actúan como observadores objetivos o neutros de la realidad económica, sino que utilizan la medición y las predicciones económicas que deberían ser instrumentos para elaborar estrategias de acciones sociales específicas como una especie de armas arrojadizas.
Los  fallos  tan  continuados  y  estratégicos  de  los  gobiernos,  de  los grandes organismos internacionales que les dictan las políticas y de los economistas que trabajan para ellos lleva a pensar que sus errores no sólo tienen causas, sino también propósitos. Solo eso puede explicar que, a pesar de que se critican constantemente, se sigan utilizando series de datos que se sabe que están obsoletos o caducos (de ahí que haya, como hemos visto, hasta dieciocho datos distintos sobre la tasa de crecimiento de un mismo año del PIB) o modelos en los que no se incorporan variables que hasta el sentido común más elemental advierte que en la economía actual tienen una gran significación (por ejemplo, los efectos de la desigualdad o el impacto del predominio de las actividades financieras sobre las productivas).
Así lo reconoce el premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz cuando señala en su libro sobre la última crisis que los modelos que se siguen utilizando, sobre todo para analizar los mercados financieros, son en realidad justificativos de una situación que se desea defender por encima de todo.47



¿Por qué la inversión es tan importante en nuestras economías y qué se puede hacer para que aumente?

La inversión es la utilización del ahorro que se haya podido generar en la
economía para crear bienes de capital con los que producir bienes y servicios, y es una variable fundamental porque sin inversión sería imposible que aumentara la dotación de capital, necesaria para satisfacer no sólo nuevas necesidades de bienes y servicios, sino las actuales necesidades cuando se deteriore o destruya el capital existente.
Dicho de otro modo, la inversión es la base de la acumulación de capitales que permite incrementar y mejorar el equipo productivo.
Nada más que por esa razón resulta obvio que se trata de una variable fundamental para que la economía funcione y avance lo necesario a través del tiempo.
Pero, además de por esa razón, la inversión es especialmente relevante para la economía porque cuando se lleva a cabo produce un efecto llamado multiplicador sobre la renta. Eso significa que un aumento de un euro en la inversión termina produciendo, con el paso tiempo, una aumento de la renta total mayor. Y, lógicamente, también al revés, si se reduce la inversión en un euro, la caída final que se producirá en la renta será mayor.
Este efecto se demuestra con gran facilidad con una sencilla operación algebraica, pero aquí lo explicaremos de forma aún más intuitiva.
Cuando una empresa realiza un inversión de una determinada cantidad (por ejemplo, de cien euros) en una economía lo que hace es adquirir una serie de bienes de capital (maquinaria, instalaciones, herramientas, medios de transporte, etc.). Este gasto en inversión se traduce enseguida en retribución para quienes le alquilan o venden esos bienes de capital. Y quienes reciben este ingreso dedicarán una parte al consumo y otra al ahorro. La proporción que destinen al consumo se llama propensión marginal al consumo, de modo que, si una persona recibe un ingreso de cien euros y dedica ochenta euros al consumo, diremos que su propensión marginal al consumo es de 0,8. Y esta cantidad de ochenta euros dedicada al consumo se convertirá a su vez en ingreso de quienes les vendan los bienes o servicios, de los cuales gastarán en consumo el 80 por ciento (es decir, 64 euros). Así se generan nuevos ingresos para otros vendedores que, una vez más, volverán a gastar en consumo una parte (el 80 por ciento, si seguimos suponiendo que todos tienen la misma propensión marginal al consumo). Y así seguirá ocurriendo sucesivamente, de modo que la inversión inicial se va traduciendo en cada etapa de gasto en sucesivas cantidades de renta adicional (100+80+64...).
El efecto multiplicador produce, por tanto, un incremento final de la renta cuya magnitud depende de la propensión marginal al consumo. Si los primeros receptores de la retribución correspondiente a la inversión hubieran ahorrado todo su ingreso, no habría habido efecto multiplicador alguno. Si, por el contrario, se gastase siempre todo en consumo, el efecto sería muy grande.48
Los economistas conocemos este efecto, y los investigadores tratan de calcular cuál es su magnitud concreta en cada caso para poder predecir cuál será el efecto final que tenga una inversión determinada. Pero también lo conoce la gente corriente y los responsables públicos. Podríamos decir que todo el mundo sabe el efecto benefactor, al menos sobre el ingreso, que tiene siempre  una  inversión  que  se  realiza,  por  ejemplo,  en  una  ciudad,  una comarca o un pueblo, y por eso se está tratando siempre de atraerla para disfrutar con ello de más rentas y empleo (aunque es evidente que, si no se cumplen determinados estándares de responsabilidad ambiental, social o económica, muchas inversiones pueden traer a la postre muchos más perjuicios que los beneficios percibidos en un primer momento).
Pero, además de este efecto multiplicador, la inversión produce otro efecto que quizá sea incluso más problemático. Lo veremos con un ejemplo también muy sencillo.
Las empresas realizan la inversión siempre que necesitan más bienes de capital, y eso ocurre cuando las ventas aumentan. Eso tiene un aspecto positivo  y  otro  negativo.  El  positivo  es  que  si  aumentan  las  ventas  se producirá un aumento mayor de la inversión (se dice que «acelerado»). El aspecto negativo es que si permanecen estancadas, y, por supuesto, si bajan, la inversión no se llevará cabo. Y eso quiere decir que, para que aumente la inversión (y, por tanto, para que vaya incrementándose en mayor medida la renta),  no  sólo  es  necesario  que  no  caigan  las  ventas,  sino  que  estén continuamente  aumentando.  Y  hay  que  tener  en  cuenta  que,  si  cae  la inversión en una determinada cantidad, la caída final de la renta será mucho mayor, ya que se encadena un efecto con el otro.
En resumidas cuentas, eso indica que la economía se va a encontrar en inestabilidad permanente. Cualquier incidencia que afecte a las ventas producirá una respuesta acelerada en la inversión que a su vez tendrá un efecto multiplicado en la renta. Y ésta es una de las razones de por qué las economías capitalistas están obligadas a generar un crecimiento continuo, algo  que,  sin  embargo,  choca  con  el  carácter  limitado  de  los  recursos naturales y, en general, con la base material de nuestro planeta.
Garantizar que se produzca un flujo suficiente de inversión en nuestras economías  pero  asegurando  al  mismo  tiempo  el  equilibro  social,  la estabilidad económica y que las economías no entren en una vorágine de despilfarro y vértigo es, en consecuencia, un objetivo que aún no se ha resuelto y que constituye uno de los grandes retos de nuestro tiempo. Pero, como en otros tantos ámbitos, hay un fuerte desacuerdo entre los economistas a la hora de determinar qué se puede hacer para estimular la inversión en las condiciones que se consideren más adecuadas.
En principio, no parecería que se trata de una tarea difícil. Podríamos deducir fácilmente que la decisión a la hora de llevar a cabo una inversión depende del rendimiento que pueda esperarse del negocio al que se aplique.
Este rendimiento, el beneficio de la inversión, depende a su vez de otras variables: el precio del producto que se vende, la productividad de los diferentes factores (trabajo y capital), el salario o los impuestos sobre los beneficios. Y tanto la propia empresa como los gobiernos tienen diferentes vías para procurar que aumente el beneficio mejorando las condiciones en que se desenvuelven cada una de estas últimas. La empresa, por ejemplo, puede tratar de conseguir cada vez más poder de mercado para poder influir sobre el precio, mejorar la tecnología, aplicar métodos de producción que mejoren el rendimiento del capital y su aprovechamiento, tratar de moderar salarios y ahorrar al mismo tiempo en bienes de capital, encontrar nuevos mercados o evadir impuestos. Y para ayudar a que aumente el beneficio y, por  tanto,  la  inversión,  los  gobiernos  pueden  ayudar  a  las  empresas  a encontrar nuevos mercados (por vías más o menos decentes o aceptables por otras que lo son menos), conceder ayudas o deducciones fiscales, subvencionar la innovación, aplicar políticas que mantengan altas tasas de paro para que bajen los salarios, mantener la demanda por medio de políticas de gasto público o reducir los impuestos.
Pero, seguramente, para que aumente la inversión no bastará con que aumente el beneficio, porque, al mismo tiempo, habría que considerar que ese rendimiento interno debería compararse con el que podría obtener con los mismos recursos que se van a invertir en otras alternativas. Si en otro destino se puede obtener una retribución más elevada que el rendimiento que proporciona la inversión cabe pensar que nadie en su sano juicio la llevaría a cabo.
Pero ni siquiera así sería posible determinar con exactitud en qué medida responde la inversión a cambios en el rendimiento esperado o en el tipo de interés. Hay que tener en cuenta que nunca se puede saber con antelación cuánto se ganará en un negocio, de modo que la decisión de invertir se lleva a cabo siempre en función de expectativas, del «olfato» de quien la realiza (Keynes diría que en función de «espíritus animales»), es decir, difíciles de explicar sólo en función de criterios racionales. Muchas veces, aunque las expectativas de beneficio sean buenas, la inversión no se produce, porque quien la tiene que realizar «no lo ve claro». Y al contrario, puede ser que esas expectativas  de  rendimiento  no  sean  gran  cosa,  pero  que  los  inversores intuyan que puede ser una ocasión propicia o que les conviene arriesgarse a pesar de todo.
Todo  lo  anterior  indica  que  la  inversión  es  muy  volátil,  incluso podríamos decir que, a veces, es hasta caprichosa, porque no responde a parámetros objetivos. Quien invierte se juega su propio dinero y, por tanto, toma las decisiones en función de criterios que quizá nadie más que él asume.
Y no terminan ahí los problemas, porque hay más razones que permiten pensar que la obtención de beneficios no necesariamente conlleva nuevas y mayores inversiones.
En primer lugar, hay que tener en cuenta que no todos los beneficios de las empresas se ahorran y se dedican posteriormente a la inversión. Una gran parte de ellos se distribuye como dividendos a los accionistas. Y, aunque es cierto que estos dividendos pueden ir luego en una parte mayor o menor al ahorro,  de  donde  puede  salir  después  inversión,  lo  cierto  es  que  nada garantiza que así ocurra, y mucho menos en la cantidad que en un momento dado fuera necesaria para mantener el ritmo de crecimiento que requiera la economía.
En  segundo  lugar,  puede  ocurrir  que  el  beneficio  que  se  ahorre  se dedique a inversiones que no lleven consigo incrementos del capital que permitan aumentar la producción de bienes y servicios, sino a la simple especulación financiera e improductiva. Una investigación reciente ha demostrado, por ejemplo, que las empresas estadounidenses cada vez dedican más proporción de sus beneficios a realizar «inversiones» que simplemente consisten en recomprar sus propias acciones (para elevar su valor en bolsa) o en llevar a cabo fusiones y adquisiciones de otras corporaciones que no derivan en un aumento efectivo de la actividad productiva. Concretamente, el estudio demuestra que, durante casi un siglo, entre 1895 y 1990, por cada dólar gastado en inversión en activos fijos por las empresas estadounidenses se  dedicaron  dieciocho  céntimos  de  media  a  fusiones  y  adquisiciones, mientras que desde 1990, cuando los beneficios representaban mayor proporción que nunca sobre el total de la renta, de cada dólar dedicado a inversión en activos fijos se han dedicado 68 céntimos a estas últimas.49
Hoy día, como veremos con más detalle después, la actividad financiera y especulativa es mucho más rentable que la productiva, y eso hace que el ahorro —no sólo el empresarial, sino también el de los hogares— se vea atraído cada vez en mayor medida hacia ese tipo de «inversiones» que no son las que aumentan la capacidad productiva real y mejoran la satisfacción de nuestras necesidades.
En tercer lugar, puede ocurrir —y de hecho ocurre— que el ahorro, si no en su totalidad en una buena parte, se destine a un tipo de inversión que sólo mejore el rendimiento del capital existente, pero que no aumente su dotación ni, en especial, el empleo necesario. En estos casos, su incremento tiene un efecto muy limitado sobre el ingreso, lo mismo que puede ocurrir si el empleo subsiguiente al incremento de la inversión es de baja calidad.
Y, para terminar, hay que mencionar una paradoja sobre la relación que se da entre beneficios e inversión. Como pusieron de relieve economistas tan dispares como David Ricardo, Karl Marx, Knut Wicksell o John M. Keynes, si consideramos la inversión como la adición de nuevos bienes de capital al capital ya existente que se va haciendo a lo largo del tiempo, resulta que lo que se destina a invertir se detrae del consumo, es decir, de las ventas que son la base de los beneficios. Por tanto, resulta que un aumento continuado de la dotación de capital (de maquinaria, instalaciones, etc.) lleva consigo una pérdida de beneficios futuros, que deprimirá la inversión, si es que aceptamos que ésta depende de los beneficios.
Expresada de otra manera, esta paradoja significa que las economías capitalistas que necesitan un incremento constante de la inversión tienden a sufrir constantemente situaciones de sobrecapacidad, es decir, de exceso de dotación de capitales respecto a las ventas que pueden realizarse, como consecuencia de que se hayan detraído recursos del consumo para realizar la inversión. Esta paradoja da pie a otra que expresó hace años William Fellner y que desgraciadamente no es tenida en cuenta hoy día ni por la mayoría de los grandes dirigentes empresariales ni por los responsables de aplicar las políticas económicas: «Una distribución equitativa del ingreso puede ser propicia para los intereses empresariales».50 Es así, porque de esa manera se puede asegurar que habrá suficiente consumo y así se garantizarán las ventas de las empresas. Esta idea es bastante realista, pero actualmente está olvidada o incluso rechazada, lo cual no sólo perjudica a los perceptores de rentas salariales, sino también a las empresas que viven de lo que se consume con los salarios. Sólo beneficia a las empresas muy grandes o a las que tienen clientes cautivos gracias a su gran poder de mercado (las eléctricas, de comunicaciones, de bienes muy necesarios, etc.).
En definitiva, resulta que una variable tan importante para la vida económica como la inversión está casi completamente fuera de control, o, al menos, fuera de un control más o menos asegurado. Como hemos señalado, los gobiernos pueden adoptar medidas para tratar de impulsarla, pero nunca tendrán garantizado que puedan conseguirlo. Muchas veces, para lograrlo quizá adopten medidas que tienen efectos contraproducentes desde otros puntos de vista. Eso es lo que ha pasado en España cuando los gobiernos de turno han cedido a la presión de grandes constructores o de los bancos asegurando una demanda de inversión con gastos en grandes infraestructuras que no tienen justificación económica ni social. O  reduciendo  estándares básicos de derechos sociales, fiscales y medioambientales para dar facilidades a los grandes inversores, o permitiendo que se produzca una gran concentración de capital y pérdida de competencia.
Con independencia de las controversias teóricas sobre la naturaleza y los determinantes de la inversión, los economistas tratan de hacer un seguimiento constante de lo que pasa con ella en las economías de todo el mundo, porque lo que es indudable, como hemos señalado, es que resulta esencial para que las economías funciones adecuadamente.
Las investigaciones que se vienen realizando más recientemente constatan algunos rasgos esenciales de la función de inversión en las economías contemporáneas. Por ejemplo, se pone de relieve que es cada vez más importante aumentar la inversión que mejora la formación y la educación y la capacidad de las empresas para innovar utilizando nuevas tecnologías y mejorando los procedimientos productivos, y no sólo porque así es como se pueden conseguir mejores niveles de productividad, sino porque resulta inevitable dado que el vértigo de la innovación hace que los capitales se deprecien más rápidamente que nunca.
Sin embargo, en estos últimos años, la necesidad de potenciar la inversión y de procurar que se oriente hacia donde es más necesaria para logar mayor progreso y una mejor satisfacción de las necesidades sociales está  chocando  con  algunos  problemas  fundamentales  que  muchos economistas comienzan a poner de relieve con gran preocupación.
Por un lado, es sabido que hoy día los flujos de ahorro son internacionales. Ya es muy difícil que la inversión que necesitan las economías  nacionales  se  pueda  financiar  exclusivamente  por  el  ahorro interno, entre otras cosas porque dada esa internacionalización suele ocurrir también que el ahorro nacional financie inversiones en el exterior. Eso facilita el acceso a fuentes más abundantes de recursos para la inversión nacional, pero también tiene el inconveniente de que el ahorro foráneo suele estar controlado por grandes fondos que no tienen la mayoría de las veces ningún tipo de vínculo con la economía en la que invierten y son, por tanto, ajenos a las consecuencias que se puedan derivar de sus decisiones. Esto  es  algo importante, ya que, al mismo tiempo, esos fondos están precisamente constituidos para obtener el mayor volumen posible de beneficio con independencia de cuál sea el tipo de operación que se lo proporciona.
Por otra parte, el predominio de la economía financiera ha modificado la lógica que guía las decisiones de inversión haciendo que los grandes fondos rehúyan la actividad productiva, que suele tener horizontes de rentabilidad a más largo plazo, para operar preferentemente a corto plazo en las actividades puramente especulativas. Y este cambio de lógica ha afectado también a las entidades financieras y al uso que hacen del ahorro que se deposita en ellas. Tradicionalmente, la banca había sido la que financiaba los grandes avances industriales  y  las  innovaciones  más  importantes  y  costosas;  pensaba  y operaba a largo plazo para ayudar a que creciera el capital productivo. Actualmente, en cambio, los bancos se han convertido ellos mismos en inversores, pero en la misma línea que los grandes fondos especulativos que controlan el ahorro mundial: operando a corto plazo y tratando de asegurar el beneficio mayor y más rápido posible. Como ha escrito el economista Jeffrey Sachs, «los grandes banqueros del pasado, como J. P. Morgan, construyeron industrias como las de los ferrocarriles y del acero. Los administradores de fondos actuales, por el contrario, suelen asemejarse a apostadores o incluso a defraudadores como Charles [Carlo] Ponzi».51
Entre otras consecuencias, este predominio de la especulación y de los movimientos de capital a muy corto plazo y, por tanto, muy volátiles, que no permiten financiar proyectos de futuro, da lugar a otra gran paradoja de nuestro tiempo: hay ahorro y fondos de sobra para poder financiar proyectos en la economía mundial, pero no se dedican a financiar inversión que genere empleo y satisfacción social.
En particular, uno de los grandes problemas que afectan a la inversión en la economía mundial actual es que se sabe con certeza que la más necesaria, la que puede proporcionar más avances e incrementos de la productividad (en infraestructuras novedosas y sostenibles, en defensa del medio ambiente, en nuevas tecnologías, en educación, en salud o las que impulsan la necesaria investigación básica) necesitan un aportación muy importante de capital público, algo, sin embargo, que resulta hoy día muy difícil de lograr por el predominio de ideas que atacan lo público y la intervención del Estado, aunque sea en estas tareas que tan positivamente revierten en los intereses privados.
Otros estudios realizados por organismos bastante conservadores, como la OCDE, muestran que la inversión se resiente por el incremento de la desigualdad que se viene produciendo en los últimos tres o cuatro decenios en prácticamente todo el mundo. En un informe reciente, la OCDE señalaba que, para poder conseguir que la inversión se convierta en una fuente de crecimiento sostenible, se necesita «prestar atención a los trabajadores con bajos salarios, así como enfrentar las consecuencias de una creciente desigualdad en la educación, un factor fundamental que socava el crecimiento a más largo plazo».52
El predominio de las políticas inspiradas por los prejuicios ideológicos liberales y los problemas que acabamos de mencionar es lo que ha hecho que la inversión se haya reducido notablemente en los últimos años. Un estudio muy reciente realizado por el Banco de Canadá sobre la situación de la economía mundial muestra que, entre los años 2010 y 2014, ha tenido un crecimiento medio anual del 2,2 por ciento, frente al 3,5 por ciento que tuvo en el decenio anterior a la crisis.53  Y otra investigación realizada por el Banco de Francia sobre veintidós países avanzados abundó en los temas que acabamos de señalar sobre las causas que determinan la marcha de la inversión. Para sus autores, lo más importante para explicar la caída de la inversión (en contra de lo que suele mantener el Fondo Monetario Internacional, que se limita a decir que baja la inversión porque baja la producción) es el pesimismo sobre la evolución de la demanda (que explica el 80 por ciento de la debilidad de la inversión) y la incertidumbre (el 17 por ciento), mientras que otras circunstancias como los costes de los factores tienen muy poca influencia. Y de ello deducen que «las políticas económicas destinadas a impulsar la demanda esperada representan la herramienta más eficaz que puede ser utilizada para estimular la inversión».54
En definitiva, es cierto que manejar las variables de las que depende la inversión es siempre difícil y que hacer que aumente de forma sostenible y creadora  de  empleo  es  algo  muy  complicado.  Pero  lo  cierto  es  que  el predominio  de los  prejuicios  liberales  que  terminan  debilitando  el impulso público a la inversión  privada lo complica todo mucho más.

Citas


46. The Economist, «Rewriting history: the nation's  income  is a constantly moving target», 30 de abril 2016.

47. J. Stiglitz, Caída libre: el libre mercado y el hundimiento de la economÍa mundial, Taurus, Madrid, 2010, p. 131.

48. La explicación aritmética de ese incremento final en la renta producido por el incremento inicial en la inversión tiene que ver con el concepto de progresión geométrica, que es una sucesión de números en la que cada uno es igual al anterior multiplicado siempre por el mismo número que se llama razón. En el caso del ejemplo, la razón era 0,8, y la progresión geométrica ha sido: 100; 100 × 0,8; (100 × 0,8) × 0,8; (100 × 0,8 × 0,8) × 0,8; y así sucesivamente. La suma de una progresión geométrica es el número inicial (en este caso 100) multiplicado por 1 / (1 – razón), y por eso podríamos saber que, con los datos del ejemplo, la renta final sería 500 euros [100 × 1 / (1
0,8)] .

49. J. Brennan, «Rising corporate concentration, declining trade union power, and the growing income gap», Levy Economics Institute, marzo de 2016, p.
9. Disponible en: <http://bit.ly/29AkYEw>. [Consulta: 15/09/2016]

50.  W.  Fellner,  Monetary   policies   and    full  employment,  University     of
California Press, Berkeley, 1946, p. 44. (Reimp.: Garland Pub., Nueva York,
1983.)

51. J. D. Sachs, «La prueba de la golosina para la economía mundial», El País, 15 de febrero de 2016. Carlo Ponzi fue un emigrante italiano que puso en marcha en Estados Unidos, a lo largo de los años veinte del siglo XX, una monumental estafa piramidal que luego sería copiada en multitud de lugares. Fundamentalmente se basaba en recoger depósitos a los que remuneraba con intereses altísimos que no procedían de inversión alguna, sino del dinero de los nuevos depositantes.

52.  OCDE,    «Fortalecer    la    inversión    es    fundamental   para   meJorar  la calificación E-menos de la economía mundial», nota de prensa, OCDE, París,
2015.

53.  M.  Leboeuf   y  B.    Fay,   «What  is  behind   the  weakness   in   global investment?», documento de debate del personal, Banco de Canadá, n.0   2016-
5, febrero de 2016.

54. M. Bussiere,  L. Ferrara  y J. Milovic,  «Explaining the  recent  slump in investment: the role of expected demand and uncertainty», documento de trabajo, Banco de Francia, n.0  571, 2015, p. 38.

Continuará

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