¿El
Estado debe comportarse como una familia, no gastando
más de lo que ingresa?
Una de las ideas que más se ha extendido en los últimos años para justificar las políticas de austeridad basadas principalmente en recortes de gasto público es que los gobiernos se deben comportar como las familias, y que, por tanto, no pueden gastar más de lo que ingresan.
En principio, esta idea es tan elemental y de sentido común que cuesta imaginar que sea rechazada. Sin embargo, es completamente falsa.
Entre un Estado y una familia hay diferencias fundamentales que permiten afirmar que, a diferencia de lo que ocurre con esta última, cualquier Estado se puede endeudar indefinidamente (al menos, mientras no se produzcan circunstancias excepcionales como las que enseguida comentaremos).
En primer lugar, cuando una familia gasta menos de lo que ingresa es evidente que ahorra más, pero al sector público le ocurre lo contrario. Como sabemos, cuando el Estado gasta menos, los sujetos económicos reducen la renta que reciben y, por tanto, pagarán menos impuestos, de modo que bajarán los ingresos estatales. Por tanto, si el Estado gasta menos, a diferencia de las familias, podrá ahorrar menos y será más fácil que tenga déficit.
En segundo lugar, si una familia intensifica la actividad o actividades que le proporciona ingresos (por ejemplo, trabajando más horas), ésta podrá obtener más renta y, por ende, más ahorro. Sin embargo, cuando el sector público incrementa sus ingresos, es decir, los impuestos, lo que ocurre es que disminuye la actividad y que, a la postre, se reducen los ingresos públicos.
Finalmente, es evidente que una familia tiene un plazo determinado y limitado para pagar sus deudas, mientras que el Estado puede no amortizarlas nunca: puede emitir deuda perpetua (pagando intereses indefinidamente sin tener que devolverla) o puede ir renovando la deuda a base de nuevas emisiones, algo que no está al alcance de las familias.
Y, por último, los Estados suelen tener a su disposición bancos centrales (salvo en casos excepcionales como el de la Unión Europea, y por las razones que más adelante comentaremos), es decir, bancos que los financian directamente y que, por tanto, les permiten mantener niveles de deuda elevados durante el tiempo que sea preciso.
Muchos políticos liberales, como Rajoy (quien dijo: «Tenemos que gastar de acuerdo con lo que ingresamos») o Merkel (que afirmó: «Nadie, y menos el Estado, puede gastar más de lo que se ingresa»),65 defienden esta idea como una verdad económica indiscutible, pero en realidad es completamente falsa y no tiene ningún fundamento económico. Los Estados pueden mantener durante largos períodos de tiempo un volumen importante de deuda pública sin demasiado riesgo de caer en situaciones de impago, siempre y cuando se mantenga en los niveles de sostenibilidad a los que ya hicimos referencia en el capítulo 15. Y, en todo caso, esto no quiere decir que sea posible incrementar sin límite la deuda del sector público ni que la deuda pública sea buena per se; sobre todo en circunstancias como las que se dan en Europa y a las que nos referiremos en el capítulo 18.
Sencillamente, lo que ocurre es que, por su naturaleza, el Estado no tiene la existencia temporal limitada de una familia deudora, y que, además, tiene la responsabilidad de proporcionar inversiones cuyo disfrute se prolongue durante años, lo cual, por tanto, también hace razonable que su financiación sea afrontada por las generaciones que van a disfrutar de ellas.
Sin embargo, por esa misma razón, no tiene sentido ni se puede justificar que la generación actual cargue a las futuras la factura de gastos por conceptos que no van a disfrutar en su día. Y esto último es algo que ocurriría si la generación actual generara una deuda superior a la que se pudiera ir pagando con el crecimiento potencial de la economía o cuando se generara por gastos que se consumieran o disfrutaran íntegramente en el presente. No es lo mismo generar deuda para financiar un hospital que va a ser utilizado durante decenios, por ejemplo, que para pagar los gastos corrientes que necesita la administración actual y que deberían financiarse, por tanto, a través de impuestos que no paralicen la actividad y procurando siempre que esos gastos sean los que efectivamente convenga hacer, y no otros.
Continuará
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