Por Katia Siberia HISTORIA 25 Noviembre 2021, Invasor
Héctor Hernández Morales guarda con celo la cámara que llevara a su Congreso Pioneril. Es uno de los tantos recuerdos. Foto: Alejandro García
A sus 42 años, Héctor Hernández Morales se ríe de aquella escena como si 30 años no hubieran sido suficientes para madurar la idea de que ha crecido. Todavía parece un niño inquieto, ahora frente a la anécdota de 1991, cuando él tenía 12 y una cámara en la mano. En la portada de Juventud Rebelde quedaría la instantánea del "atrevimiento”, dice.
“Es que fui demasiado atrevido, yo tuteaba al Comandante en Jefe, andaba por toda la sala del Congreso, me paraba de la silla y caminaba, hacía fotos, no sé cómo a mi padre no le dio un infarto”, relata con una sonrisa que borra despacio, con la tristeza de haberlos perdido a los dos. Hace cinco años, al “Comandante en Jefe”, así es como lo nombra, no se permite obviar el alto rango —pienso— por costumbre de oficiales. Aunque después Héctor corregirá mi teoría. Él habla de Comandante en Jefe porque su padre siempre le dijo así. Luego, hace unos meses, perdería al hombre que le enseñó a amarlo.
Pudo haberlo querido por otras causas y de otras maneras, pero su amor le vino de cuna y le fue creciendo con los años, cultivado en grados oficiales que también “heredaría” de su papá. Curiosamente, Héctor ocuparía el mismo cargo del padre, 11 años después.
Honraría el legado de su viejo y la misión primera, proteger la integridad física y moral de las máximas figuras políticas del país. No se imaginó nunca que aquel pionero terminaría siendo uno de los Camilitos que lo saludara en mayo del '96, o el oficial que velara por su seguridad mientras inauguraba un hotel en la cayería norte.
En ninguna de las ocasiones Héctor habló del niño que había sido, “si lo hubiera hecho se hubiera acordado, pero no me atreví, me daba pena siempre”, confiesa este noviembre, 30 años después de aquel otro en que no tuviera la más mínima y comenzara a hacerle fotos y a decirle que le daba tres oportunidades, solo tres, y ni una más, para adivinar la sorpresa que le tenían preparada.
Cortesía del entrevistado
En la imagen (portada del diario Juventud Rebelde el 3 de noviembre de 1991) es Héctor quien le da “lecciones” a Fidel
A la primera ya Fidel intuía que, siendo aquello el Primer Congreso Pioneril, la iniciativa se acercaría a su niñez. Y en efecto, “el pequeño gigante de Ciego de Ávila”, como le apodó, trajo a dos amigos de su infancia. Uno de ellos podría contarse entre los poquísimos hombres que deben haber derrotado a Fidel, en algo.
La historia la iría reconstruyendo en la adultez, hasta que en uno de sus viajes a Birán completó la saga. Justo cuando hablaban de la anécdota pioneril allí estaría Héctor: el niño de la imagen siendo oficial delante del historiador. Entonces supo otros detalles que escaparon a su memoria de sexto grado.
Juan (que cree que es como se llama o llamaba el boxeador) había noqueado a Fidel, de un piñazo lo tiró al suelo de una de las vallas de gallo donde, obviamente, no solo se peleaban los gallos. El suceso fue una sorpresa que no asimilaría muy bien Raúl, quien rápido salió a buscar una escopeta.
“Dicen que Ramón tuvo que esconder al muchacho en un cañaveral y sacarlo luego, a escondidas de Raúl, que no entendía con que le hicieran daño a su hermano”, confiesa Héctor, sintiéndose tan artífice de haber “reconciliado” a Fidel y a Juan, como de haber entregado una copia de la imagen que hoy atesora el museo.
“Guardo dos: en una estoy enseñándole la cámara con la que andaba por toda la sala, él hace fijación conmigo, me pide que vaya hasta su puesto, al subir comienzo a explicarle y ahí hacen la instantánea, portada de Juventud Rebelde. En la otra estamos el Comandante en Jefe, Juan y yo, aplaudiendo el reencuentro”.
Cortesía del entrevistado
Fidel, su amigo de la infancia y el pionero avileño de aquella “reconciliación”
Hoy rememora el orgullo y temor que sintió su padre, al mismo tiempo, por ser él tan atrevido y conducir el “Escriba y lea” que le improvisaron. Cuando habla de su guía, del amor, no se entiende hasta dónde llega uno y comienza el otro, o cuánto confluyeron los dos en su carácter.
“Mi papá, sin embargo, nunca me educó en idolatrías, a pesar de que la impronta del Comandante esté muy ligada a mi vida no lo convirtió en ícono. Hay mucha gente que lo hace y llegan al punto de decir ‘si Fidel lo dijo…’ Y no, Fidel era un ser humano que, además, asumió como conducta de autocorrección errores que se cometieron en el país, que tuvieron que ver con el proceso que él dirigió.
“Lo que sucede es que tenía la virtud del acierto en la mayor parte de las cosas; entonces, quienes lo rodeaban, aun cuando creyeran tener la razón, podían pensar que los equivocados eran ellos. Era tan sorprendentemente exacto, tenía una agudeza política extraordinaria en tantas cosas, que muchos creían que no se equivocaba nunca”, completa Héctor.
Esa es la imagen del Comandante en Jefe que suele llevar consigo. La humana y excepcional; la del hombre que lo hizo ponerse en “pie de lucha” cuando se convirtió en cenizas y la del que 25 años antes se sentó a escuchar sus ocurrencias. Ambas todavía lo habitan, sobre todo en noviembres de congreso y despedida.
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