La oposición no aceptará programas públicos a no ser que ofrezcan enormes opciones de especulación
Imagen de un nudo viario en Rosedale (Maryland), en EEUU.JIM LO SCALZO / EFE
El 26 de junio de 1956, el Congreso estadounidense aprobó la Ley de Autopistas Interestatales. Dwight Eisenhower la firmó tres días después. La ley asignaba 24.800 millones de dólares de los fondos federales como pago parcial anticipado para la construcción de un sistema nacional de autopistas.
No es una cantidad muy elevada, de acuerdo con los parámetros actuales, pero los precios ahora son mucho más altos que entonces, y la economía es muchísimo mayor. Calculada en proporción al producto interior bruto, equivaldría aproximadamente a 1,2 billones de dólares actuales. Y el sistema de autopistas interestatales no fue el único gran programa de inversiones federales; el Gobierno dedicó también cantidades de gasto sustanciales a cosas como la construcción de presas y la creación de la vía marítima del San Lorenzo.
Resumiendo, era una época en la que los políticos estaban dispuestos a invertir con audacia en el futuro de Estados Unidos. Y existía un consenso notable acerca de la necesidad de esas inversiones. En la Cámara de Representantes, la ley de autopistas —pagada mediante una subida de los impuestos a la gasolina y el establecimiento de peajes— fue aprobada por unanimidad, y en el Senado recibió solo un voto en contra.
Pero era un Estados Unidos diferente, o, por no ocultar qué es lo que ha cambiado en realidad, un Partido Republicano diferente.
Sentí el impulso de vitorear cuando el presidente Biden decidió poner fin a las negociaciones con los republicanos respecto a las infraestructuras. Yo lo tomé como una señal positiva de que Biden se había acercado a los republicanos por una cuestión de formas, y que sencillamente esperaba el momento adecuado para seguir adelante. Porque resultaba evidente para cualquiera que recordase los enfrentamientos por la ley de sanidad en 2009-2010 que los republicanos no negociaban de buena fe, que simplemente estaban dilatando el procedimiento y que en última instancia rechazarían todo aquello que Biden propusiera. Cuanto antes se pusiera fin a esta farsa, mejor.
¿Pero cuándo y por qué se convirtieron los republicanos en el partido del “no a la construcción”? Yo lo veo como una mezcla de partidismo, ideología y especulación económica. Durante el mandato de Barack Obama se consideraba estridente decir que los republicanos estaban saboteando deliberadamente la economía. Supuestamente debíamos creer que sus exigencias de recortar gastos en un momento de elevado desempleo, que retrasaron en gran medida la recuperación económica, reflejaban una verdadera preocupación por las repercusiones del déficit. Pero la pérdida de todo interés por los déficits en el instante preciso en el que Trump asumió el poder confirmó todo lo dicho por los escépticos.
Y sin duda, un partido dispuesto a sabotear la economía durante la presidencia de Obama estará más inclinado a sabotear a un presidente considerado ilegítimo por muchos de los votantes de dicho partido. El aumento de la inversión pública goza de popularidad, en especial si se financia subiéndoles los impuestos a las multinacionales y a los ricos. También crearía empleo. Pero con un demócrata en la Casa Blanca, ambas son razones para que los republicanos bloqueen el gasto en infraestructuras, no para que lo aprueben.
Dicho esto, hay que admitir que los republicanos del Senado, en especial Mitch McConnell, bloquearon de hecho el gasto en infraestructuras incluso cuando Trump estaba en la Casa Blanca. La principal razón por la que la “semana de las infraestructuras” se convirtió en un chiste fue la inoperancia y la falta de seriedad de la Administración de Trump, su incapacidad para formular algo parecido a un plan coherente. Pero la resistencia pasiva-agresiva de McConnell también influyó.
¿A qué se debió todo esto? Desde Reagan, los republicanos se han comprometido con la idea de que la Administración es siempre el problema, nunca la solución; y, por supuesto, de que los impuestos siempre hay que bajarlos, nunca subirlos. No van a hacer una excepción con las infraestructuras. De hecho, la propia popularidad del gasto en infraestructuras redunda en su contra; temen que pueda ayudar a legitimar un aumento del papel del Estado.
Por último, el Partido Republicano moderno parece profundamente alérgico a cualquier tipo de programa que no asigne una función importante a los actores privados con ánimo de lucro, incluso aunque sea difícil ver qué propósito cumplen esos actores privados. Por ejemplo, a diferencia del resto de Medicare, solo puede accederse a la cobertura de los medicamentos, introducida durante el mandato de George W. Bush, a través de aseguradoras privadas.
Cuando los asesores de Trump revelaron su “plan” de infraestructuras, comprendí que evitaba cuidadosamente insinuar que podríamos construir infraestructuras como hizo Eisenhower. Por el contrario, proponía un sistema complejo y seguramente inviable de deducciones fiscales a los inversores privados que construyeran, se esperaba, las infraestructuras que necesitábamos. Si la gente de Trump hubiera llegado a proponerse crear un plan de infraestructuras, probablemente se habría parecido al único programa de inversiones que el Gobierno puso en marcha, la creación de “zonas de oportunidades” que supuestamente debían ayudar a los estadounidenses que residen en zonas de rentas bajas. Lo que ese programa acabó haciendo fue aportar abundancia a los inversores ricos, que aprovecharon las exenciones fiscales para construir, por ejemplo, viviendas de lujo.
Dicho de otro modo: el Partido Republicano actual no aceptará programas públicos a no ser que ofrezcan enormes oportunidades de especulación. Lo cierto es que si logramos poner en marcha el programa de inversiones públicas será mediante el sistema de “reconciliación”, con poco o ningún apoyo de los republicanos. Y cuanto antes lleguemos a ese punto, mejor.
Paul Krugman es premio Nobel de Economía. © The New York Times, 2021. Traducción de News Clips
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