El presidente de EE UU ha perdido los papeles, además de la iniciativa. No sabe qué hacer con el espectáculo diario de sus conferencias de prensa
El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, en la Casa Blanca. EVAN VUCCI AP
Donald Trump ha tropezado por fin con quien puede arruinar su propósito de permanecer en la Casa Blanca cuatro años más: él mismo. No se trata solo de las inyecciones de lejía o de las dosis masivas de rayos ultravioletas imaginadas en sus delirios públicos como recetas para destruir al virus. Estas hilarantes ocurrencias que siembran el pánico entre sus asesores, como su inigualable plusmarca de 13 mentiras y falsedades al día, pertenecen a su repertorio más clásico, con el que ha conseguido todo lo que es en la vida política, pero en este caso son reveladoras de una novedad que puede desbaratar sus planes presidenciales.
Por primera vez, los acontecimientos le han superado. La iniciativa, que es fundamentalmente mediática, ya no le pertenece. Su idea de la disrupción como método vencedor ha quedado arruinada por una disrupción mucho mayor, que es la que crea el coronavirus. La realidad biológica de la enfermedad arrolla con su contagio cualquier intento trumpista de construir una realidad paralela. Por más que confíe en una fuerte recuperación económica en el cuarto trimestre, enarbole el liderazgo mundial en test sobre el coronavirus y deje su firma personal en las cartas dirigidas a los ciudadanos con las que se remiten los cheques de 1.200 dólares, las cifras que cuentan son el millón de infectados, los 57.000 muertos y los 26 millones de puestos de trabajo que se han esfumado.
Trump ha perdido los papeles, además de la iniciativa. No sabe qué hacer con el espectáculo diario de sus conferencias de prensa. Es un completo desastre como comandante en jefe de su guerra contra el virus. No hizo caso a las advertencias de las agencias de inteligencia cuando estaba a tiempo y no hace caso ahora a los epidemiólogos cuando se trata de regresar a la normalidad sin poner en riesgo la salud de los ciudadanos. Celoso de su estado mayor científico, exige la adulación y el silencio sumiso ante sus barbaridades.
La Casa Blanca no dirige el país, tal como están comprobando los gobernadores, y lidera todavía menos las instituciones y organismos internacionales, a las que ataca directamente como es el caso de OMS o desprecia y margina como sucede con Naciones Unidas. Gracias a la sumisión del partido republicano, el poder presidencial no tiene límites, pero a la hora de usarlo contra la pandemia Trump prefiere dejar la respuesta en manos de los Estados, con la esperanza de quedarse con los réditos de la recuperación y cargar las cuentas a los gobernadores. El trumpismo es la negación de la pedagogía y de la ejemplaridad: Trump ha jurado que jamás se pondrá una mascarilla y el vicepresidente Mike Pence incumple las instrucciones de los médicos cuando visita hospitales. Cuenta con una sola carta a favor y esta es la debilidad todavía mayor de su invisible adversario demócrata, el exvicepresidente Joe Biden. La elección presidencial sigue en el alero.
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