Fidel


"Peor que los peligros del error son los peligros del silencio." ""Creo que mientras más critica exista dentro del socialismo,eso es lo mejor" Fidel Castro Ruz

domingo, 22 de noviembre de 2020

IDEALES Y TEORÍA

 Por Hugo Azcuy

Caimán Barbudo  Abril 1967

 «Y es que hay que acabar de saber qué es un revolucionario. Si acaso un revolucionario es simplemente aquél que se arma de una teoría revolucionaria, pero no la siente, tiene una relación mental con la teoría revolucionaria pero no tiene una relación afectiva, no tiene una relación emocional, no tiene una actitud realmente revolucionaria, y acostumbra ver los problemas de la teoría revolucionaria como una cosa fría, que no tiene nada    que ver con la realidad.»

FIDEL CASTRO

 Los ideales políticos, en todas las épocas, han chocado una y otra vez con la única realidad en que ellos debían plasmarse: la realidad social. Ésta ha sido una fuente constante de utopías, de evasiones. Ante las duras circunstancias se optó --y aún se opta frecuentemente por la ilusión de un mundo idealmente construido, capaz de admitir todas las normaciones éticas. Se ha dicho que la historia se repite, como sainete y como tragedia: aquí es posible encontrar el uno y la otra. Hay una corriente clásica del pensamiento político, el liberalismo, que nos puede dar una imagen de esta visión caricaturizada de la historia.

El liberalismo ha sido el punto de partida de muchas frustraciones, las que, al parecer, han encontrado su justificación teórica en el famoso imperativo categórico, la contradicción infinita entre el deber ser y el ser --sin solución de continuidad, inmanente a nuestro mundo moral. Este lugar común tiene su contrapartida en otro lugar común -aunque para algunos no lo sea tanto-, el profetismo emergente de un determinismo <mecanicista». Una teoría que cumple su meta, que ha agotado sus posibilidades porque llegó realmente a donde se lo proponía, no puede ser más fuente de acción; a partir de entonces su misión devendrá explicativa, la pasividad será su elemento. Pero también la posesión de «la verdad», la aprehensión del «sentido de la historia», involucra una forma de contemplación paralizante, la prudencia excesiva, la pavidez más asombrosa, son manifestaciones reiteradas de esta «sabiduría». Esto da lugar a una extraña dialéctica; la historia no se realiza de una vez; cada momento suyo es, de cierta manera, la preparación del siguiente y con frecuencia vemos que los protagonistas de estos momentos no son precisamente, los más «sabios». Es que en la historia podemos buscar triunfos y fracasos, ambos pueden integrar un contenido, pero no indagaremos jamás sobre un algo intermedio, porque ese algo no es más que la nada.

Existe un peligro real en el intercambio de posiciones entre los ideales y la teoría. El tomar los primeros por la segunda lleva a la utopía, pero ¿a dónde lleva el tomar la teoría por los ideales? Sabemos que en la teoría siempre hay un coeficiente social, mayor o menor según su grado de cientificidad, pero lo importante es que él siempre está allí y nos indica un interés, una tendencia de la teoría. Entonces esto significa que la teoría no aparece casualmente, espontáneamente, como una evidencia de la realidad social, sino que ella es buscada, elaborada a partir de posiciones (ideológicas) bien definidas. El tomar la «teorías por los ideales puede, por eso mismo, no significar más que una hipóstasis de búsquedas anteriores y, con ello, la frustración de la posibilidad de realizar los ideales.

Para el verdadero revolucionario no hay, no puede haber horizontes. Che Guevara ha escrito que si a él se le preguntara si es marxista o no, se encontraría en una posición similar a la de un físico al que se le preguntara si es newtoniano, o a la de un biólogo si es pasteuriano, pero también ha agregado: «La Revolución Cubana toma a Marx, donde éste dejara la ciencia para empuñar su fusil revolucionario; y lo toma allí no por espíritu de revisión, de luchar contra todo lo que sigue a Marx, de revivir a Marx "puro”, sino simplemente, porque hasta allí Marx, el científico, colocado fuera de la historia, estudiaba y vaticinaba. Después, Marx revolucionario, dentro de la historia, lucharía. Nosotros, revolucionarios prácticos, iniciando nuestra lucha, simplemente cumplíamos leyes previstas por Marx el científico y, por ese camino de rebeldía, al luchar contra la vieja estructura del poder, al apoyarnos en el pueblo para destruir esa estructura y, al tener como base de nuestra lucha la felicidad de ese pueblo, estamos simplemente ajustándonos a las predicciones del científico Marx.»1

Parece ser que esa lucha de que habla Che Guevara introdujo algunas correcciones en la «teoría», que por demás no era «plenamente» dominada por los combatientes cubanos, y esas «correcciones», derivadas de la actividad revolucionaria, no se produjeron ----esta afirmación, lógicamente es innecesaria-- a priori; en cierta medida, ni siquiera han sido teorizadas.

Toda teoría que sea expresión de una verdad social tiende a empalmar con el que en su momento se considere sujeto de la historia y no de otra manera puede aquélla realizarse. Marx, revolucionario, comprendió esta realidad y ello le permitió superar el utopismo por una parte el blanquismo por la otra. Sabemos que estas dos últimas corrientes se debaten, una en la imposibilidad de una quimera y la otra en la ignorancia de las fuerzas motrices últimas de la historia. La comprensión de esta verdad implica una afirmación que se repite fatigosamente en el marxismo: la historia la hacen las masas. Esta aserción, de cuya justeza ningún revolucionario (marxista) duda, no puede constituir más que un punto de partida para el análisis y es aquí precisamente donde comienzan las dificultades. La sociedad, como objeto del conocimiento, difiere fundamentalmente de toda otra realidad, su extrema movilidad exige una pesquisa constante, no hay aquí esa fijeza estructural de otras esferas que permite que ellas sean investigadas como si siempre fueran idénticas a sí mismas. Esto lleva a menudo a confundir la interpretación de una situación concreta con lo que efectivamente constituye un descubrimiento definitivo; es precisamente esto lo que nos conduce a veces a tener por verdadero lo que fue verdadero, a ver «el pasado superpuesto al presente, aunque ese presente, sea una revolución». (1)

El marxismo no es una filosofía de la historia al estilo hegeliano, que vaticina y profetiza, es una teoría científica de la sociedad que, por su mismo contenido, por la voluntad que expresa, asume formas ideológicas definidas, es ante todo, la teoría de la REVOLUCIÓN SOCIAL.

En estas condiciones, el sujeto de la historia que mencionábamos más arriba adquiere ciertamente, características problemáticas. Nuestra época ha sido definida como la del paso al socialismo y al comunismo..

Para ello es necesario establecer, en cada país, la dictadura del proletariado. En estas generalidades somos contestes todos los que nos llamamos marxistas-leninistas. El problema se presenta en la consideración de cómo, cuándo y dónde instaurar la dictadura del proletariado; esto sí exige una clara comprensión de lo que es el sujeto de la historia. «se integra a partir de la posibilidad más profundamente revolucionaria de la época: la de la clase proletaria».?

Ya en 1843, cuando su teoría ni siquiera había tenido un esbozo sistemático, Marx escribía:3 «Cuando el proletariado anuncia la disolución del orden social actual sólo anuncia el secreto de su propia existencia, pues él constituye la disolución efectiva de este orden social. Es decir, el sujeto de la historia es aquél cuya «propia existencia ... constituye la disolución de un «orden social» injusto, opresivo, que representa de un modo preciso la negación más total para los oprimidos de realizarse como hombres, y, exactamente, como hombres concretos, históricos. Utilizamos esta cita intencionalmente e intencionalmente también, prescindimos de la racionalidad que ella pueda contener para darle nuestra propia interpretación, histórica. Más adelante tendremos ocasión de volver sobre esto.

Una vez que el capitalismo se hubo consolidado en todos los órdenes en su lugar de nacimiento, comenzó su proceso de expansión, de rebasamiento de lo que fueron sus marcos nacionales, creándose el llamado sistema capitalista mundial. Marx no fue ajeno a este proceso de exportación. En su trabajo «La moderna teoría de la colonización»? da algunas de sus características, pero aquí Marx toma como ejemplo a un país, Norteamérica, cuyas condiciones óptimas y excepcionales (condiciones históricas) llevaron, en fin de cuentas, al triunfo pleno del capitalismo. La realidad, para la mayoría, ha sido otra.

Afirmar que, en su naturaleza, la sociedad burguesa permanece siempre idéntica a sí misma, es decir bien poco. En realidad ella se autotransforma constantemente creándose nuevas condiciones de existencia, en todos los niveles, incluso el político. En este último también sabrá organizar el juego, de tal manera que las fuerzas que representen una potencial subvención del «orden establecido» se integren a sus mecanismos normales y se convierten así en inofensivas. Pero las fórmulas políticas no pueden ser universales, ellas tienen su lugar de aplicación y si se pretende trasladar a la periferia lo que es válido para el centro del sistema, los resultados no serán los mismos allá que aquí.

Es decir, que el proceso de conversión de las fuerzas revolucionarias en reformistas, no produce los mismos resultados en los países con un alto desarrollo capitalista que en los países que no han integrado plenamente (en éstos el capitalismo les viene de afuera) su economía al capitalismo. En estos últimos, la resultante es una deformación monstruosa determinada por su insuficiencia estructural para asimilar los nuevos cambios; esto provoca un círculo vicioso. Los que mandan se angustian buscando soluciones para una realidad cuya heterogeneidad la hace constantemente explosiva. Entre la clase obrera persiste una desigualdad de desarrollo económico que a la vez que constituye una pesadilla para los poseedores, es motivo de un perenne erratismo para quienes se supone deben hacer la revolución. Por otra parte, grandes sectores de la población se percatan de la existencia de una vida moderna no por su ingreso a ella, no por su incorporación a una estructura capitalista, sino por su coexistencia con ella. Para ellos no hay más que una salida inaplazable: la revolución. Ellos engrosaron las filas del Ejército Rebelde de Cuba, han dado nacimiento a las FAR guatemaltecas, a las FALN venezolanas, ellos constituyen hasta la conquista del poder (entiéndase bien), el sujeto de la historia en nuestros países, representan la «disolución efectiva» de un «orden social» parasitario que no tiene por clase dominante más que una caricatura de clase dominante, un grupo apendicular de la burguesía metropolitana que medrosa y estultamente cumple un papel derivado y secundario. Y esto aunque haya quienes no lo comprendan. Aunque haya quienes insistan en hablar de «su burguesía», de las contradicciones de ellas con el imperialismo y otras zarandajas. Si de verdad se quiere ser revolucionario hay que entender esto y dejar a un lado el catecismo, que no será con él que transformaremos la sociedad.

II

Esta reflexión nos trae a la mente un problema con ella relacionado: que es una clase social y, sobre todo, un elemento indispensable de este concepto: la conciencia de clase. No se trata de una exposición o de una investigación del origen de las clases o de otros muchos aspectos sociologicos, sicológicos e históricos de primerísima importancia para una adecuada determinación del concepto de clase social. La dirección de nuestro interés es bien definida, por eso partimos de algunas verdades elementales generalmente admitidas por todos los marxistas. De la definición que Lenin  en Una gran iniciativa, y del concepto de conciencia de clase de Gyorgy Lukacs.

En su definición, Lenin, insiste, básicamente, para la determinación de lo que es una clase y de su pertenencia a ella, en el lugar que se ocupe en un sistema de producción. Entendemos que éste es, efectivamente, un elemento decisivo para que se pueda hablar en un caso dado de clase social. La consideración de ésta como una realidad colectiva no puede velar el hecho de que el moderno concepto de clase social surge ligado principalmente a las condiciones de la producción; en este sentido, Marx, ciertamente, continúa una tradición de la ciencia social más avanzada de su tiempo y sus fundamentales esclarecimientos parten, precisamente, de esta verdad e incontrovertible. Éste es, pues, el punto de partida del marxismo en este problema, pero sólo el punto de partida. Si el criterio económico resulta indispensable para la definición del concepto, también hay que decir que, por sí solo es insuficiente, porque para que una clase exista como tal, es necesario que se forme, además del agrupamiento objetivo de sus miembros, su integración subjetiva, que éstos se autoidentifiquen como tales, lo que vendría a significar la persistencia del grupo, que él no es eventual con respecto al modo de producción que es una clase social.

La formación de la clase no lleva implícita una finalidad, una misión; es el resultado, de un proceso histórico-productivo y es dentro de éste donde los individuos de una clase se trazan determinados fines, lo que supone ya la virtualidad de una conciencia y de una voluntad: los fines no lo son nunca de una historia impersonal, absolutamente objetiva, son los hombres los que se los proponen y no importa que tengan que hacerlo dentro de límites muy precisos que ellos mismos crean con su vida pasada, sino que la historia no es algo distinto de quienes la hacen. Por ello es que para la burguesía resultó relativamente fácil cumplir «su vocación»; recordemos que ella impuso su dominio total, sin un plan previo, sin una acción coordinada de todos sus miembros, pero por otra parte en cada burgués coincide muy claramente aquella «vocación» con su interés inmediato, directo, de tal manera que éste ya representa en sí un poder efectivo. La conciencia individual de la posición propia en la sociedad no puede ser distinta, por principio, de la conciencia de clase, aunque no pueda hablarse de identidad entre una y otra..

Lukacs admite que los hombres ejecutan concientemente sus propios actos históricos, pero al señalar que se trata de una falsa conciencia, apunta la inutilidad del estudio único de ésta para comprender el proceso histórico, insistiendo en que toda explicación de éste a partir de aquella se convierte en una simple descripción de muy poco valor, que lo que hace realmente es disolver el proceso histórico mismo.

La falsa conciencia, por ser precisamente tal, por significar una incomprensión de la relación del individuo con la totalidad social concreta, no alcanza los fines que se traza; los fines alcanzados, objetivos, son desconocidos para ella, y no deseados. De aquí infiere Lukacs que una correcta explicación de la conciencia de clase exige, no la consideración de los pensamientos y sentimientos que han tenido los hombres, sino los que hubieran tenido de captar su situación real con respecto a la estructuración social en su conjunto, es decir, la conciencia de clase es una objetividad que no admite explicación por las ideas que los hombres se hacen de sí mismos, por sus estados sicológicos, afectivos, etc., individuales o colectivos. Por ello, la conciencia de clase viene a ser la adjudicación de una «reacción racional adecuada a una situación típica determinada en el proceso de producción». Aquí tenemos aquella racionalidad de la historia de que hablábamos cuando citamos a Marx (el joven Marx) y que consiste en, por medio de la abstracción, explicar el devenir social mediante atribuciones lógicas. Las clases que, por su posición dentro de la estructura económica de la sociedad, «tienen una fuerte conciencia, realizarán indefectiblemente su «misión» y, por supuesto, esto en especial para el proletariado, que por «no tener>> límites objetivos en su vocación revolucionaria, será el único que poseerá una conciencia total, plenamente consecuente.

De acuerdo con esta concepción bastará, si nos consideramos revolucionarios, con que fundemos un «partido de la clase obrera» y esperemos pacientemente el estallido inevitable porque, después de todo, la historia marcha sobre rieles ya construidos y el problema está en no equivocar el tren. Y mientras nos fundimos con el proletariado apoyando sus movimientos «accidentales», que no manifiestan su «verdadera naturaleza», nos puede también sorprender la revolución, y no la revolución espontánea, sino hecha por otros.

Decíamos que a la burguesía le fue fácil cumplir «su misión». Ella no necesito de una autoconciencia especial que la elevara por encima de sus propias condiciones de vida; sus más prosaicos intereses le indicaban claramente a dónde tenía que dirigir sus golpes. Otra es la situación para el proletariado, al que sus circunstancias no le dan una intuición «clara y distinta» de la necesidad de derrocar al poder burgués mismo, de librar una lucha política decisiva. Para el proletariado, la conciencia revoluciocionaria es diferente de la conciencia de clase; si así no fuera, tendríamos que admitir que los obreros unas veces existen como clase y otras no, o, por el contrario, convertir la conciencia de clase en una existencia en sí aunque a veces ella no se manifieste en forma alguna desde el punto de vista de la acción, pues evidentemente no se trata de que esta conciencia exista teóricamente en un grupito de depositarios, sino de su realización efectiva.

La conciencia de una clase oprimida, con perspectivas reales de convertirse en dominante, está dada por su autocomprensión de que constituye un grupo especial dentro de la sociedad, lo que se trasluce en la adopción de símbolos, costumbres, actitudes, etcétera, específicos. Por un antagonismo latente que en manera alguna presenta una dirección única y que es consecuencia en el proletariado, de una tendencia a proyectar su conciencia hacia el futuro; pero esta proyección puede aparecer lo mismo como una fatalidad que constriñe a alejarse de la clase en su conjunto (dentro de la misma estructura social), que como una actitud disolvente con respecto al orden social. Y esto es así porque la clase no constituye una totalidad orgánica; aunque es una realidad colectiva susceptible de ser tipificada, no tiene un carácter cerrado. Por una parte, es ilusorio pensar que «toda la clase se puede hacer revolucionaria y por otra, resulta ingenuo creer que un sector de ella deviene revolucionario cuando se identifica con la teoría marxista; ser revolucionario no consiste en una actitud teórica, sino en una actitud práctica; esto último es lo que hace a la clase obrera, o a cualquier otra clase, revolucionaria. La revolución como hecho y no como situación potencial, no se produce espontáneamente; aun la actitud práctica es insuficiente, ella tiene que ser deseada, actualizada en todas sus consecuencias, impuesta a costa, inclusive, de todas las violencias. Es entonces, cuando se realiza esta compulsión, cuando las clases populares tendrán oportunidad de mostrar sus mejores inclinaciones y tendencias (y no hay que alarmarse porque en algunos casos no sólo aparezcan las mejores tendencias), que se comprobará claramente que la historia la hacen las masas. Minimizar el papel de la vanguardia revolucionaria partiendo de la máxima anterior es condenarse a la pasividad. Cuando nuestros propósitos son más definidos que nunca antes, más necesita la historia de la «virtualidad de una conciencia y de una voluntad»; sólo un equipo de hombres firmes, apasionados, capaces de actuar, incluso, contra lo que la mayoría considere la lógica más elemental, puede llevar adelante la revolución. Y no puede haber reticencias en la búsqueda de apoyo inicial; la prueba más viva de la descomposición de un régimen social puede estar precisamente en la existencia de grandes grupos de desclasados, de hombres que han nacido sin «condición» o que van de una clase a otra víctimas de la inestabilidad de la sociedad en que viven; aquí suele ocultarse un gran potencial revolucionario porque, aunque estos hombres carecen de los hábitos disciplinados del proletario, sí tienen una conciencia disolvente del orden establecido, cuyo estallido puede significar el comienzo de su destrucción.

La construcción de la nueva sociedad es otra cosa. La ideología de una comunidad política escindida en poseedores y desposeídos no puede coincidir directa y plenamente con los intereses netos de una clase social; si así fuera, desaparecería un factor vinculante decisivo para la existencia misma de esa comunidad. Sin embargo, es indudable que dentro de esa misma sociedad están presentes distintas tendencias ideológicas emergentes de su heterogeneidad de clases. Este cruzamiento crea la ilusión de un destino común o, al menos, de ideales comunes que velan la comprensión de la posibilidad de una acción diferenciada, propia de la clase obrera; así se explican comportamientos tan diversos entre los proletariados de distintos países y en distintas épocas, y también la persistencia de la llamada falsa conciencia dentro del orden burgués; éste es el origen de aquella doble dirección en la proyección de futuro de la conciencia del proletariado. Sólo la conquista del poder revolucionario liquida este desdoblamiento, que no tiene, por cierto, nada de imaginario, que es muy real y efectivo en la conservación del poder de los explotadores y que hay, por lo tanto, que tener muy en cuenta en la programación de la actividad tendiente a su derrocamiento; no es con propaganda y educación con lo que fundamentalmente se obtendrá el éxito en esta misión. La clase obrera no permanece idéntica a sí misma, la implantación del poder revolucionario como dictadura del proletariado -única manera en que éste puede realizarse representa un momento de ruptura para ella; se operan tales cambios en su condición social y en su conciencia, que toda traslación retrospectiva resulta incongruente; en realidad sólo por inercia continuamos llamándole proletariado, porque su conciencia es ya la conciencia de toda la sociedad.

III

Nos parece que las más importantes conclusiones que podemos extraer de lo expuesto, no tienen solamente un carácter práctico, sino que encierran también un valor moral, y no nos produce ningún escrúpulo expresarnos así, porque estimamos que la teoría y la actividad política no tienen que ver exclusivamente con la inteligencia o con la férrea necesidad social: hay algo más que eso. Negar la posibilidad del error e identificar la verdad con lo moral es absurdo y, además una trampa en la que también podemos caer; pero absolutizar esto y afirmar que siempre se trata de incomprensión o de la fuerza de las cosas, absteniéndonos por ello de todo juicio valorativo, creemos que es, en el mejor de los casos, una candidez o una perversidad.

Para la revolución en América Latina hay una sola vía y la primera prueba (que estamos convencidos de que es concluyente), la revolución cubana, ha demostrado la importancia que tienen las convicciones, los ideales. Pero hay algo también muy importante que emerge de la situación actual en el continente: persistir en una política reformista ya no significa solamente esperar a que en las calendas griegas se produzca la revolución por sí sola: es jugarle una mala pasada a la clase obrera, es contribuir a sustraerla, en parte, de su revolución y esto no tiene más que un nombre: traición. Serán precisamente los sectores del proletariado permeados por los hábitos reivindicativos de orden económico que continúan inculcándoles sus falsos dirigentes como «una importante forma de lucha», los que no entenderán la revolución en sus inicios y le presentarán también a ella sus reivindicaciones; los que se quedarán perplejos cuando se pidan los sacrificios necesarios y se comiencen los imprescindibles reajustes de la estructura salarial deformada por un desigual desarrollo económico, que muchas veces lleva a los abanderados de las reformas a olvidar a los obreros más sufridos y maltratados por el orden burgués; precisamente los que -ironías de la historia—, constituirán el principal apoyo del poder revolucionario en sus medidas más radicales.

 

1 Notas para el estudio de la ideología de la revolución cubana.

 R. Debray: ¿Revolución en la revolución?, p. 15. 2 Fernando Martínez: «El ejercicio de pensar», El caimán barbudo, opus, 11. 3 Idem.

 C. Marx: El Capital, p. 701, La Habana, 1962. Ver también «La dominación 790 británica en la India», Obras escogidas en un tomo, p. 225.

 «Marx a Weydemeyer», Obras escogidas en un tomo, La Habana.

 

1 comentario:

  1. Como cambian los tiempos Benancio.
    Esto tiene tanta actualidad que demuestra un total inmovilismo. Cuando uno lee documentos de los primeros años de la revolución se da cuenta que el resto de los años han pasado por gusto, como si de nada hubiera valido levantarse todos los días para el trabajo, estar años sin coger vacaciones, enfrentar tareas de choque de todo tipo y al final seguimos parados en el mismo lugar. Que pena tanto conocimiento acumulado para hacer siempre lo contrario, sin tener conciencia del lugar, condiciones y la interpretación correcta de nuestra realidad.

    Rogelio Castro Muñiz

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