Fidel


"Peor que los peligros del error son los peligros del silencio." ""Creo que mientras más critica exista dentro del socialismo,eso es lo mejor" Fidel Castro Ruz

domingo, 3 de diciembre de 2017

Libro: " Economía para no dejarse engañar por los economistas" (I)

El estudio de la economía no tiene por objeto la adquisición de un conjunto de recetas preparadas para los problemas económicos, sino aprender a no dejarse engañar por los economistas.

JOAN ROBINSON

Presentación

Para bien o para mal, uno de los efectos que ha traído la última y gigantesca crisis —que algunos se empeñan en decirnos que se ha ido tal y como vino, es decir, como si nada— es que cada vez se habla más de economía y que cada día son más los economistas que aparecen en los medios de comunicación.
Los términos y los asuntos económicos se han hecho omnipresentes en la vida de casi toda la gente. Nos puede gustar mucho o poco, podemos considerarlo una esclavitud o una fortuna, pero lo cierto es que muy pocas personas pueden vivir hoy día sin tener noticia casi a cada instante de problemas, noticias o decisiones económicas que les afectan en mayor o menor medida.
Palabras como pensiones, paro, crisis, dólar, deuda, desigualdad, inflación, recesión, euro, impuestos, unión monetaria, banco central, mercados, prima de riesgo… y siglas como FMI, PIB, IPC, EPA u otras se han hecho cotidianas, y ha sido preciso llamar a los economistas para hablar de esas cuestiones que hasta ahora no interesaban más que a unos pocos iniciados.  La  consecuencia  es  que  la  influencia  de  estos  profesionales aumenta también día a día. Una investigación realizada en 2013 con la ayuda del Instituto Tecnológico de Massachusetts determinó cuáles eran los 76 pensadores más influyentes del mundo, y resultó que 24 de ellos eran economistas, un número muy por encima del de los politólogos, que eran ocho, los segundos más influyentes.1
La mayor presencia e influencia de los economistas tiene efectos sin duda muy positivos. Gracias a ello se ha socializado un conocimiento que es fundamental para que la gente pueda tomar decisiones más acertadas sobre su vida y la de los demás. Y que la población sepa algo más de economía también es bueno para que los políticos se sientan más controlados y midan mejor lo que dicen y lo que hacen en una materia tan importante para la vida social.
Pero, como ocurre en todos los ámbitos de la vida, también esta gran influencia de los economistas tiene sus sombras, sobre todo cuando no se produce con equilibrio y genera sesgos importantes en la percepción que la gente tiene de lo que ocurre a su alrededor.
Lo normal es que los economistas presenten sus recetas con la seguridad y la certeza del relojero que nos señala la pieza que hay que cambiar para que el reloj vuelva a dar la hora con exactitud, un cambio que no depende de su voluntad ni de la nuestra, ni de sus gustos o intereses, sino que simplemente responde a que las piezas del reloj deben estar donde deben estar («como Dios manda», tal y como dijo el presidente del gobierno español Mariano Rajoy que debe ser la política económica) para que funcione.2 Pero la economía no es así. No es una ciencia natural que proporcione análisis y respuestas objetivas y ajenas a los valores de las personas. Cualquier decisión económica, sea cual sea, tiene efectos diferentes sobre el bolsillo y la vida de unas y otras personas y de unos y otros grupos sociales, de modo que, a la hora de tomarla, no influye sólo el criterio técnico del relojero (en este caso del economista), sino las preferencias y los intereses de todas esas personas y de todos esos grupos. Por eso es fundamental tener en cuenta que cuando se hacen propuestas económicas se va a beneficiar o perjudicar de manera desigual a la población, y es evidente que eso es algo que la gran mayoría de los economistas ni reconoce ni verifica ni advierte de que ocurre.
Por otro lado, es fácil comprobar que los economistas más conocidos e influyentes, y por supuesto aquellos que están en los gobiernos o en las grandes organizaciones internacionales, se dirigen siempre a la gente señalando lo que se debe hacer con la certeza y seguridad que sólo puede tener quien es capaz de predecir el futuro. Es lógico que sea así, porque la única forma de que la población acepte como buenas las medidas que les proponen los economistas es haciéndole creer que disponen de un poder superior de análisis y de anticipación. Pero la realidad es que las predicciones de los economistas más conocidos e influyentes son precisamente las más desacertadas, tal y como analizaremos con más detalle en este libro. A finales de 2007, la revista Business Week publicó las predicciones para 2008 sobre la evolución de diez grandes variables económicas que hicieron 54 economistas, todos ellos vinculados a grandes empresas, bancos y consultoras o a los principales centros de investigación y los departamentos universitarios mejor valorados de Estados Unidos. Ninguno de ellos acertó. La opinión general fue que 2008 sería un año de crecimiento más lento, pero de economía sólida y sin problemas de empleo cuando, en realidad, 2008 fue el año del desastre.
Los economistas nos equivocamos mucho (aunque unos bastante más que otros, como también mostraremos en este libro) y eso tampoco se dice siempre, ni se facilita que la gente lo sepa.
Por  otra  parte,  con  el  paso  del  tiempo,  la  economía  se  ha  ido convirtiendo en un saber muy árido y difícil de asimilar. Los economistas más reconocidos y premiados, aquellos que cuentan con más financiación y apoyo, suelen ser los que escriben de manera más complicada, recurriendo a fórmulas matemáticas y a modelos que muchas veces no pueden descifrar ni sus propios colegas de investigación, o bien recurriendo a términos y expresiones ajenos a los demás mortales incluso cuando usan el lenguaje literario. Un estudio publicado en 2007 en el American Journal of Economics and Sociology trataba de analizar qué pensaban los economistas de su propio trabajo, y concluía que entre ellos había un gran acuerdo: que son muy ineficaces a la hora de comunicarse con el público.3 ¡Imagínense si le llegan a preguntar a los no economistas, que desconocen su jerga!
Algunos de los economistas más influyentes de nuestra época pasarán a la historia por su enrevesada manera de expresarse, y el campeón entre ellos seguramente sea el expresidente de la Reserva Federal de Estados Unidos Alan Greenspan, al que muchos consideran directo responsable de la terrible crisis que empezó en 2007-2008. Cuando estaba en ese cargo explicaba las cuestiones económicas con tanta oscuridad que le achacan el invento de un nuevo idioma, el «greenspanés», y cuentan de él que una vez compareció en el Congreso estadounidense y les dijo a los legisladores: «Si les parezco especialmente claro es porque deben haber malinterpretado lo que he dicho». Se cuenta como un chiste que Greenspan tuvo que pedir dos veces a su novia que se casara con él porque la primera no lo entendió.
Por supuesto, entre los economistas hay excepciones muy brillantes, claro que sí, y tanto extranjeros como españoles, y de todas las tendencias (aunque su mención aquí sería demasiado prolija e injusta, ya que quizá quedarían fuera otros y otras que seguro merecieran ser mencionados). Pero la verdad es que la mayoría de los economistas nos recuerdan a aquellos viejos curas que trataban de salvar las almas de sus fieles hablándoles en un latín  que  nadie  entendía.  Y  eso  que  la  economía,  en  su  sentido  más primigenio y auténtico, es sencillamente lo que tiene que ver con lo más cercano a la gente común y corriente. La palabra economía viene de oîkos que significa «casa», lo doméstico, y némein, que significa «administrar». Por esa razón, el gran economista Alfred Marshall decía que la economía es «el estudio de la humanidad en los negocios ordinarios de la vida».4 Y teniendo que ver con algo tan cercano a la gente, no parece lógico que el lenguaje de los economistas resulte tan a menudo incomprensible para la mayoría de las personas. Deirdre McCloskey nos ha dado la clave para entender por qué ocurre eso.
Esta economista estadounidense ha estudiado muy a fondo la retórica de la economía y las formas de expresarse de sus colegas de profesión, así como, especialmente, las dificultades que tienen para hacerse entender. Su conclusión es que la sofisticación y complejidad del lenguaje tan técnico y matemático que utilizan es más aparente que otra cosa, porque sólo consigue que la argumentación teórica de los economistas se nuble, en lugar de aclararse,  mientras  que  una  exposición  literaria  y  más  clara  de  sus argumentos los haría más inteligibles, además de «menos neuróticos y dogmáticos».5
Esta tesis de McCloskey nos descubre efectivamente el fondo del problema. No podemos saber si se hace consciente o inconscientemente (porque ningún ser humano puede conocer las intenciones de otro), pero lo cierto es que lo único que se logra con el lenguaje tan poco claro de muchos economistas es que la gente tenga «nublada» su percepción de las cuestiones económicas  y  que  no  pueda  percatarse  correctamente  de  lo  que  hay  en realidad detrás de las decisiones que afectan a sus intereses.
El lenguaje oscuro, lleno de fórmulas complicadas y sofisticadas expresiones matemáticas, que utiliza la mayoría de los economistas nos convierte en «ciegos que, aun viendo, no ven», como dice José Saramago en su Ensayo sobre la ceguera. Así es porque tal lenguaje da a entender que detrás de él hay un conocimiento muy riguroso, hecho de proposiciones y propuestas científicas exactas, y que por eso mismo está fuera de discusión. Todo lo contrario de lo que ocurre en la realidad: las decisiones económicas no nos vienen dadas a los seres humanos; no son técnicas y neutras, sino políticas, porque encubren beneficios o perjuicios para unas u otras personas; y los economistas no son los portadores de la verdad revelada, sino que se equivocan casi constantemente o, al menos, con la misma frecuencia que otros profesionales, porque no tienen el don de la predicción y no pueden anticipar lo que de verdad ocurrirá si se llevan a cabo las medidas que proponen.
La prueba de ello la tendríamos a diario si los medios de comunicación nos mostraran en condiciones de igualdad las opiniones tan diferentes que tienen en realidad los economistas a la hora de diagnosticar y de dar respuesta a los problemas económicos. Unos dicen que para salir de la crisis hay que bajar cuanto antes y lo más posible todos los impuestos, disminuir al máximo el gasto del Estado, privatizar los servicios públicos y moderar los salarios. Pero otros pueden decirnos que todo eso fue lo que provocó la crisis y que lo que hay que hacer es justamente lo contrario de lo que dicen los primeros. Un economista que actúe como dirigente político o como su apoyo nos dirá que no hay alternativa y que su política económica es la única posible, pero otro podrá mostrar cientos de libros, manuales o estadísticas que indican lo contrario. Si se trata de un funcionario de la patronal, con toda seguridad insistirá en que para crear empleo hay que evitar convenios que aten a las empresas y provoquen rigidez en el mercado de trabajo. Pero si quien habla es el economista de un sindicato afirmará lo contrario, además de indicarnos que la teoría económica le da la razón cuando reclama salarios más elevados para que las empresas puedan así venderles más productos a los empleados y consumidores y crear nuevos puestos de trabajo. Con modelos econométricos en la mano, el economista del banco advertirá que no hay otro futuro para las pensiones que el ahorro privado, pero otro economista independiente podrá presentar  cálculos  que  demuestren,  por  el  contrario,  que  las  pensiones públicas son las únicas viables. Y aunque hay excepciones gloriosas e incluso heroicas, lo habitual será que cada uno presente sus ideas y propuestas como las verdaderas y las únicas que pueden resolver los problemas de la gente.
¿Por qué ocurre esto? Muy sencillo, porque la economía no es un saber exacto y objetivo. John Maynard Keynes decía que es una ciencia moral porque emplea obligadamente la introspección, los juicios de valor, los motivos, las expectativas y las incertidumbres psicológicas. Porque es un saber muy influido por los intereses sociales y políticos y muy dependiente de las preferencias y creencias particulares de cada economista. Pero eso no siempre se reconoce, y muchos economistas dan gato por liebre, presentando como ciencia lo que sólo es pura ideología. Es precisamente por eso que la gran economista británica Joan Robinson decía la frase con la que hemos querido empezar este libro y la que da pie a su propio título: «El estudio de la economía no tiene por objeto la adquisición de un conjunto de recetas preparadas  para  los  problemas  económicos,  sino  aprender  a  no  dejarse engañar por los economistas».6
Lo que persigue este libro es precisamente contribuir, aunque sea modestamente, a que esto último no ocurra. Para ello hemos planteado cincuenta grandes preguntas, unas relativas al funcionamiento más general de las economías y otras a algunos grandes problemas económicos de nuestra época, para mostrar a través de sus respuestas que los grandes asuntos económicos ni se tienen por qué plantear desde un único punto de vista, ni admiten una única respuesta, sino que, por el contrario, pueden tener soluciones alternativas en función de cómo se planteen y, sobre todo, de a quién se quiera beneficiar con la solución que se les proporcione.
Por tanto, este libro es todo lo contrario a un credo o a un conjunto de verdades cerradas. Al revés, sólo pretende ayudar a que las personas que lo lean abran su mente y se percaten de que hay otras lecturas de la economía, distintas a las que reciben todos los días y, sobre todo, con soluciones de política  económica  diferentes  a  las  que  le  proponen  los  economistas  o políticos que casualmente disponen de medios privilegiados para difundir las suyas. Más que reforzar y difundir recetas, en economía se necesita sembrar lo que más viene escaseando en los últimos decenios, la duda, escuela de la verdad, como decía Francis Bacon, y uno de los nombres de la inteligencia, según Jorge Luis Borges.
De la crisis que hemos vivido en los últimos años se saldrá, como se ha salido de todas las anteriores, pero no desaparecerán los problemas económicos que en estos últimos años se han destapado con crudeza extraordinaria. Y también es muy difícil que se pierda el interés que ha despertado todo lo que tiene que ver con la ciencia económica, o la gran influencia de los economistas en la vida diaria de la gente. No hay razón, por tanto,  para  bajar  la  guardia,  y  sigue  siendo  tan  importante   como  siempre hacer lo que hay que hacer  para no dejarse  engañar  por ellos: conocer  todos los enfoques y no dejarse llevar por un solo punto de vista.
Sevilla y Rota, agosto de 2016
Juan Torres López

Notas


1. K. Frick, D. Guertler y P. A. Gloor, «Coolhunting for the world’s thought leaders», presentado en la conferencia COINs13, Santiago de Chile, 13 de noviembre   de   2013.   Disponible   en:   <http://bit.ly/2cfh6IO>.   [Consulta:
15/09/2016]

2. Blanco, «Rajoy anuncia "una política económica como Dios manda" y una
"gestión  valiente"»,   El  Mundo,   15  de  octubre  de  2011.  Disponible  en:
<http://bit.ly/2bRaTyY>. [Consulta: 15/09/2016]

3.  W.  L.  Davis,  «Economists'  op1n1ons of  economists' work»,  American
Journal of Economics  and Sociology, vol. 66, n. 0 2, 2007, pp. 267-288.

4. A. Marshall, Economía industrial,  Editorial Revista de Derecho Privado, Madrid, 1936, p. l.

5. D. N. McCloskey, La retórica de la economía, Alianza Editorial, Madrid,
1990.  (La  economista  Deirdre  McCloskey  fue  conocida  hasta 1995  como
Donald N. McCloskey, nombre con el que se publicó este libro.)

6. J. Robinson, Teoría del desarrollo: aspectos críticos, Ediciones Martínez
Roca, Barcelona, 1973, p. 27.

Continuará



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