Resulta superficial pensar que un virus, por mortal que sea, basta para decretar la desaparición de los viajes de ocio. La pandemia nos ha revelado lo mucho que echamos de menos el no poder cambiar de aires, ir a otro sitio
ENRIQUE FLORES
¿Cómo conseguir que el crecimiento mundial se reactive sin turismo? Es este el problema con el que hoy se devanan los sesos los responsables de la economía mundial. Porque ha sido precisamente la pandemia la que ha demostrado el papel crucial del turismo. No solo en países de clara vocación turística, como España, Italia o Austria, donde ese sector representa alrededor de una sexta parte del PIB y del empleo. El turismo es también decisivo para toda la economía global porque es la industria que activa todas las demás industrias.
Sin el turismo, no solo se detienen el ramo hotelero, el de la restauración y, en general, todos los sectores relacionados con la hostelería, sino que la industria aeronáutica desaparece por completo, la industria del automóvil se reduce a la mitad, los astilleros especializados en cruceros se arruinan, la construcción se ve gravemente afectada. Y estos desplomes arrastran consigo a la siderurgia, al hormigón, a la electrónica...
Cuando afirmé hace cuatro años en el libro, ahora traducido al castellano, El selfie del mundo que el turismo es la industria más importante del siglo, fui tachado de fanfarrón y acusado de soltar trolas. Pero un año de Covid-19 nos ha demostrado, por el contrario, lo importante y seria que es esta industria que con tanto desdén suele ser tratada.
Subestimamos ese sector porque confundimos el turismo con los turistas, y a los turistas resulta difícil tomarlos en serio, nos parecen graciosos, literalmente gente fuera de lugar. Siempre los tratamos con indignación y les atribuimos los daños que ocasiona el turismo: como si culpáramos a los obreros del envenenamiento que provoca la industria. Solo esto debería hacernos reflexionar: ¡la paradoja de que todos somos turistas que despreciamos a los turistas!
Esta paradoja demuestra cuán irresuelta está nuestra relación con este sector. También evidencia la superficialidad de quienes creen que un virus, por mortal que sea, basta para decretar la desaparición de esta invención de la modernidad, incubada durante siglo y medio y que estalló después de la II Guerra Mundial.
Porque fueron necesarias dos revoluciones para crear el turismo. Una, tecnológica: la revolución del transporte y de las comunicaciones, que hizo posible los viajes rápidos y baratos. Y otra, social, que generó los viajeros. Esta revolución social no cayó del cielo, sino que fue el fruto de durísimas e interminables luchas mediante las cuales se logró la progresiva conquista del ocio remunerado. Porque para que los seres humanos se conviertan en turistas no basta con disponer de tiempo libre: los desempleados lo tienen en abundancia. Antes de Bismarck en Alemania, del New Deal en Estados Unidos, o del Frente Popular en Francia, en la historia de la humanidad una gran parte de la población nunca había disfrutado de ingresos en períodos de inactividad. Es decir, nunca había disfrutado de vacaciones en edad laboral ni de una pensión después. Al menos el 95% de los turistas que hemos visto deambular por ahí en los últimos años estaban disfrutando de vacaciones pagadas o tenían una pensión. Así que para deshacerse del fruto de estas dos revoluciones, la tecnológica y la social, sería necesaria otra revolución diferente por lo menos.
Esas dos revoluciones no solo transformaron nuestra vida, sino también nuestras categorías mentales. Han hecho de la posibilidad de viajar la piedra angular de nuestra idea de libertad. De nuevo, es la pandemia lo que nos ha revelado lo mucho que echamos de menos el no poder cambiar de aires, el no poder ir a otro sitio (no importa a dónde). La voluntad de viajar es una reivindicación de libertad. Antes de la covid no éramos conscientes de ello, por más que debiéramos haberlo sabido, dado que fue una solicitud de visados turísticos en Alemania del Este la chispa que provocó la caída del Muro de Berlín en 1989.
En Occidente, sin embargo, antes de la pandemia nadie se había percatado de que la necesidad de moverse y de experimentar nuevos horizontes era tan intensamente política. Solo el reiterado y prolongado encierro de la segunda ola nos ha hecho vivir en nuestra propia piel la imposibilidad de viajar como una cárcel, una reclusión: por primera vez nos pusimos en el pellejo de los alemanes del Este. Impedir a los ciudadanos que viajen significa privarles de un elemento esencial de su idea de libertad.
A la primera contradicción (ser todos turistas que desprecian a los turistas), aquí caemos todos en una segunda: el turismo es un componente indispensable de nuestra libertad, pero es también una industria contaminante por partida doble. En primer lugar, porque, como industria que activa otras industrias, el turismo conlleva toda la contaminación que estas industrias (aeronáutica, automovilística, construcción, naval, siderúrgica...) producen. En segundo lugar, porque, como industria social, produce una contaminación humana (vaciamiento de centros urbanos, disneylandización del mundo, desfiguración de ecosistemas). Se trata de una contradicción irremediable que nos lleva a una sola conclusión: nuestra concepción de la libertad es una idea destinada a consumir el mundo. Es inevitable que una sociedad basada en el consumo, que nos empuja a todos a ser consumidores, deba llevar, a fin de cuentas y en última instancia, a extender esta actividad al mundo en el que vivimos, es decir, a consumir el planeta.
Esa es la razón por la que resulta tan difícil prescindir del turismo y al mismo tiempo convivir con él. El impulso para reactivar la economía como si nada hubiera pasado es muy fuerte: en 2019 hubo nada menos que 69 millones de vuelos que cruzaron nuestra atmósfera. Entre otras cosas, porque subestimamos nuestra capacidad de olvido, que vuelve patética esa ilusión mil veces repetida de que “nada será como antes”. En 1918 estaban convencidos de que la que acababa de terminar sería “la última guerra que pondría fin a todas las guerras”. Después de la crisis financiera de 2008, muchos prestigiosos economistas nos aseguraron que el capitalismo nunca volvería a ser como antes. Permítasenos, pues, dudar de que después de esta pandemia “nada volverá a ser como antes”. Entre otras cosas, porque la diversidad que se avecina no es muy prometedora.
Por mucho que la desmemoria humana pretenda volver a empezar desde el principio, no será fácil hacerlo como si nada hubiera pasado. Y menos lo será cuanto más se prolongue el estado de excepción: cuantos meses (¿años?) más dure el bloqueo, más empresas irán a la quiebra, más cadenas de suministro se verán interrumpidas, más trabajadores se habrán reciclado en otros sectores. Sobre todo, la confianza de los inversores se resentirá y será más difícil convencerles para apostar capital en un sector que resulta estar a merced de un virus.
No sabemos qué es mejor, acabar cuanto antes con el confinamiento y empezar a contaminar otra vez de inmediato, o seguir deprimidos y encarcelados un poco más, pero dándole al planeta un momento de alivio, de respiro.
Marco d’Eramo es sociólogo y ensayista,
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