22 abril, 2022
Una de las razones era que creían disponer de una poderosa arma económica. La economía del Reino Unido, la primera potencia mundial en aquella época, dependía en gran medida del algodón del sur, y pensaban que la interrupción de ese suministro obligaría a los británicos a intervenir del lado de la Confederación. De hecho, la Guerra Civil provocó inicialmente una “hambruna de algodón” que dejó sin trabajo a miles de británicos. Al final, como es lógico, el Reino Unido se mantuvo neutral, en parte porque los trabajadores británicos veían la Guerra Civil como una cruzada moral contra la esclavitud y apoyaron la causa de la Unión a pesar de todo el sufrimiento.
¿Por qué volver a contar esta vieja historia? Porque tiene una relevancia evidente para la invasión rusa de Ucrania.
Parece que está bastante claro que Vladimir Putin veía la dependencia de Europa, y de Alemania en particular, del gas natural ruso de la misma manera que los propietarios de esclavos veían la dependencia del Reino Unido del rey algodón: una forma de dependencia económica que obligaría a estas naciones a facilitar sus ambiciones militares.
Putin no andaba equivocado del todo. La semana pasada reproché a Alemania su falta de voluntad para hacer sacrificios económicos por el bien de la libertad de Ucrania. Pero no olvidemos que la respuesta de Alemania a las peticiones por parte de Ucrania de ayuda militar a las puertas de la guerra también fue patética. El Reino Unido y Estados Unidos se apresuraron a proporcionar armas letales, entre ellas centenares de misiles antitanque que fueron cruciales para repeler el ataque ruso a Kiev. Alemania se ofreció y se demoró en entregar… 5.000 cascos.
Y no es difícil suponer que si, por ejemplo, Donald Trump siguiera siendo presidente de Estados Unidos, la apuesta de Putin por el comercio internacional como fuerza de coacción, y no de paz, se habría confirmado.
Si piensan que estoy intentando avergonzar a Alemania para que se convierta en un mejor defensor de la democracia, están en lo cierto. Pero también trato de hacer hincapié en la relación entre la globalización y la guerra, que no es tan simple como mucha gente daba por hecho.
Hace tiempo que las élites occidentales creen que el comercio es bueno para la paz, y viceversa. La prolongada presión de Estados Unidos a favor de la liberalización del comercio, que comenzó incluso antes de la Segunda Guerra Mundial, siempre fue en parte un proyecto político: Cordell Hull, secretario de Estado de Franklin Roosevelt, estaba firmemente convencido de que la reducción de los aranceles y el aumento del comercio internacional contribuirían a sentar las bases para la paz.
También la Unión Europea fue un proyecto tanto económico como político. Sus orígenes se encuentran en la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, creada en 1952 con el objetivo explícito de hacer que la industria francesa y alemana fueran interdependientes hasta el punto de que no pudiera haber otra guerra europea.
Y las raíces de la actual vulnerabilidad de Alemania se remontan a la década de 1960, cuando el Gobierno de Alemania Occidental comenzó a aplicar la Ostpolitik o “política oriental”, a fin de normalizar las relaciones, incluidas las económicas, con la Unión Soviética, con la esperanza de que la creciente integración con Occidente consolidara la sociedad civil y llevara al Este hacia la democracia. El gas ruso comenzó a fluir hacia Alemania en 1973.
Así pues, ¿promueve el comercio la paz y la libertad? Sin duda lo hace en algunos casos. Sin embargo, en otros casos, los gobernantes autoritarios más interesados en el poder que en la prosperidad posiblemente vean la integración económica con otras naciones como una licencia para su mal comportamiento, dando por sentado que las democracias con un fuerte interés financiero en sus regímenes harán la vista gorda ante sus abusos de poder.
No hablo solo de Rusia. La Unión Europea se ha cruzado de brazos durante años mientras Viktor Orban, de Hungría, ha desmantelado sistemáticamente la democracia liberal. ¿Cuánta de esta debilidad puede explicarse por las grandes inversiones que las empresas europeas, y especialmente las alemanas, han realizado en Hungría buscando la externalización para reducir costes?
Y luego está el gran interrogante: China. ¿Considera Xi Jinping que la estrecha integración de China en la economía mundial es una razón para evitar políticas aventureras, como invadir Taiwán, o una razón para esperar una respuesta occidental pusilánime? Nadie lo sabe.
Pero no estoy insinuando que volvamos al proteccionismo. Estoy sugiriendo que las preocupaciones de seguridad nacional relativas al comercio —preocupaciones reales, no sandeces como la invocación de la seguridad nacional por parte de Trump para imponer aranceles al aluminio canadiense— deben tomarse más en serio de lo que yo, entre otros, solía creer.
Sin embargo, de forma más inmediata, las naciones respetuosas con la ley necesitan demostrar que nada las disuadirá de defender la libertad.
Los autócratas quizá crean que la exposición financiera a sus regímenes autoritarios hará que las democracias no se atrevan a defender sus valores. Tenemos que demostrarles que se equivocan.
Y lo que esto significa en la práctica es que Europa tiene que actuar con celeridad para cortar las importaciones de petróleo y gas rusos y que Occidente debe suministrar a Ucrania las armas que necesita, no solo para mantener a raya a Putin, sino para alcanzar una victoria clara. Lo que hay en juego es mucho más que solo Ucrania.
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