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"Peor que los peligros del error son los peligros del silencio." ""Creo que mientras más critica exista dentro del socialismo,eso es lo mejor" Fidel Castro Ruz

sábado, 27 de mayo de 2023

Marxismo y ecología (I)

 Por Arturo Mancilla | 19/05/2023 | Ecología social Rebelion

Fuentes: Rebelión

El socialismo científico es la expresión consciente del proceso histórico inconsciente, es decir, de la tendencia elemental e instintiva del proletariado a reconstruir la sociedad sobre principios comunistas. (León Trotsky. En defensa del marxismo, 1940)

En la primavera boreal de 1845, Carlos Marx, que se encontraba viviendo en Bruselas, apuntaba en un cuaderno sus ya célebres Tesis sobre Feuerbach. En ellas, criticaba el materialismo de Ludwig Feuerbach, uno de los más prominentes de entre los llamados jóvenes hegelianos, quien como otros intentó romper con el sistema idealista de Georg W. F. Hegel que entonces predominaba en Alemania. “El defecto fundamental de todo el materialismo anterior -incluido el de Feuerbach”, escribió Marx, “es que sólo concibe las cosas, la realidad, la sensoriedad, bajo la forma de objeto o de contemplación, pero no como actividad sensorial humana, no como práctica, no de un modo subjetivo. De aquí que el lado activo fuese desarrollado por el idealismo, por oposición al materialismo, pero sólo de un modo abstracto, ya que el idealismo, naturalmente, no conoce la actividad real, sensorial, como tal”.

En sus estudios sobre el cristianismo, Feuerbach demostró que las ideas religiosas representan una enajenación del ser humano respecto a su propia vida terrenal, que en la religión el ser humano se aliena del mundo real, y que lo auténtico es ese mundo terrenal. Marx le critica que no basta con llegar hasta ese punto, sino que hay que comprender cuál es la fuente material de esa enajenación para eliminarla en la práctica. Feuerbach consideraba que la labor del filósofo crítico es mostrar la esencia enajenada de la religión y hacerlo comprender a la humanidad; Marx respondía que la única forma de superar esa alienación es eliminando mediante la práctica revolucionaria las contradicciones terrenales que la originan. En 1845, Marx no estaba particularmente preocupado de superar las ideas religiosas, le inquietaban más bien otras formas de alienación, pero para saldar cuentas con el materialismo meramente contemplativo, se adentró en el ámbito que había abordado Feuerbach.

En otra de esas once tesis, Marx confronta las ideas socialistas propugnadas por Robert Owen, a quien señala como ejemplo de nociones extendidas en ese momento: “La teoría materialista de que los seres humanos son producto de las circunstancias y de la educación, y de que por tanto, los seres humanos modificados son producto de circunstancias distintas y de una educación modificada, olvida que son los seres humanos, precisamente, los que hacen que cambien las circunstancias y que el propio educador necesita ser educado. Conduce, pues, forzosamente, a separar la sociedad en dos partes, una de las cuales está por encima”. Los socialistas como Owen, a quienes más adelante Marx llamará utópicos, sostenían que las condiciones miserables en que los capitalistas tenían sometidos a los trabajadores podían ser modificadas y que en ello estribaba la emancipación del proletariado. El propio Owen invirtió mucho dinero en erigir “fábricas modelo” y “poblaciones modelo” donde las condiciones laborales, salariales y de otra índole de los trabajadores eran mucho más dignas que lo que ocurría en general. Le preocupó, sobre todo, la educación de los obreros y las obreras y la de sus hijos. Los socialistas utópicos diseñaron distintos prototipos de sociedad y las intentaron llevar a la práctica. Esto por supuesto implicaba, tal como señala Marx, que “los diseñadores” se colocan por sobre la sociedad.

Marx remata esa tesis con la siguiente frase: “La coincidencia de la modificación de las circunstancias y de la actividad humana sólo puede concebirse y entenderse racionalmente como práctica revolucionaria”. Cuando Marx escribió estas tesis, en 1845, se encontraba viviendo en Bruselas, después de haber residido poco más de un año en París, donde había tomado contacto con diversas asociaciones de trabajadores y agrupaciones socialistas; había decidido que la emancipación de los trabajadores sería obra de los propios trabajadores y que su propio rol era formar parte de ese movimiento histórico. Sería la práctica revolucionaria del proletariado la que cambiaría las “circunstancias” y al propio proletariado. Marx se preparaba para cumplir un papel en esa revolución, no colocándose por “sobre” los trabajadores, sino que avanzando junto a ellos, preparado para cambiar él también sus puntos de vista en consonancia con el avance de la lucha obrera.

La concepción marxista de la historia

Durante los dos años siguientes, Marx y su familia permanecieron en Bruselas, ya que había sido censurado y perseguido en Alemania. En esta ciudad belga ayudó a organizar varias asociaciones obreras y de “demócratas radicales”, donde participaban, entre otros, trabajadores exiliados de Alemania. En 1847, él y Engels se incorporaron a la Liga de los Justos, una organización de artesanos y trabajadores, con su sede central en Londres y comités repartidos por Europa. La cercanía de Marx y Engels a la Liga databa de sus tiempos en París. En diciembre de 1847, los miembros de esta asociación, que había cambiado su nombre a Liga de los Comunistas, le encargaron a Marx y Engels redactar el programa que la presentaría al mundo. El Manifiesto del partido comunista fue publicado en febrero del año siguiente, coincidiendo con el inicio de la revolución en Francia. En 1848 se desataron revoluciones en el continente europeo y Marx y Engels regresaron a Alemania a tomar parte en estas. Tras la derrota de estos movimientos revolucionarios, Marx fue expulsado de Colonia, de Bruselas y de París y en agosto de 1849 se asentó en Londres.

Tras unas frases de presentación, el Manifiesto inicia con la declaración: “Toda la historia de la sociedad humana, hasta la actualidad, es una historia de luchas de clases”. La existencia de la lucha de clases era algo reconocido por historiadores de la academia oficial y comentaristas en general, por lo menos para el período de las revoluciones burguesas de los siglos XVIII y XIX en las que la nueva clase ascendente se había enfrentado a la aristocracia feudal y le había propinado su más dura derrota en la Revolución francesa de 1789-1793. La existencia del proletariado como clase social que se organizaba en defensa de sus propios intereses también era un hecho aceptado. Lo trascendente de la concepción de la historia expuesta en el Manifiesto es que sitúa el origen de cada una de las clases en las relaciones de producción y de intercambio correspondientes a cada período histórico y que delinea la actual misión histórica del proletariado como el poner fin definitivo a la sociedad dividida en clases y, con eso, poner fin también al Estado dirigido por una clase dominante.

Es interesante la semblanza que hacen Marx y Engels del proletariado: “Los obreros empiezan a coaligarse contra los burgueses, se asocian y unen para la defensa de sus salarios. Crean organizaciones permanentes para pertrecharse en previsión de posibles batallas. De vez en cuando estallan revueltas y sublevaciones. (…) Los obreros arrancan algún triunfo que otro, pero transitorio siempre. El verdadero objetivo de estas luchas no es conseguir un resultado inmediato, sino ir extendiendo y consolidando la unión obrera”. Es decir, en total concordancia con la concepción de que la historia avanza jalonada por la lucha de clases, se requiere que entre en acción un amplio movimiento social del proletariado, no basta con la acción de grupos o individuos, por fundamental que sea el rol que jueguen esos grupos e individuos al interior de ese movimiento. Algo más de cuarenta años más tarde, Engels confirmó esta apreciación en el Prólogo a la edición alemana del Manifiesto de 1890: “En cuanto al triunfo final de las tesis del Manifiesto, Marx ponía toda su confianza en el desarrollo intelectual de la clase obrera, fruto obligado de la acción conjunta y de la discusión”. Y fue justamente esa la labor que se asignaron a sí mismos Marx y Engels, contribuir – en forma decisiva– al desarrollo intelectual del movimiento histórico del proletariado, con la certeza de que la lucha que da una clase explotada hasta derrocar a la clase explotadora involucra también un combate entre opuestas concepciones de mundo. “Las ideas dominantes en una época han sido siempre las ideas propias de la clase dominante”, escribieron en el Manifiesto. “Se habla de ideas que revolucionan a toda una sociedad; con ello, no se hace más que dar expresión a un hecho, y es que en el seno de la sociedad antigua han germinado ya los elementos para la nueva, y a la par que se esfuman o derrumban las antiguas condiciones de vida, se derrumban y esfuman las ideas antiguas”.

En febrero de 1848, cuando fue publicado el Manifiesto, estalló –una vez más– la revolución en Europa y Marx y Engels se incorporaron a ella sin titubeos, como intelectuales-agitadores, como organizadores y, en el caso de Engels, también con las armas en la mano. Ciertamente no se trataba de filósofos contemplativos como los que había criticado Marx en sus tesis sobre Feuerbach. A la par que desarrollaban las ideas estratégicas del proletariado, lo impulsaban a la organización y a la acción, única manera de fortalecer su conciencia revolucionaria. Con altos y bajos, el movimiento obrero continuó creciendo y con él lo hicieron las concepciones marxistas, de manera que en el prólogo a la edición alemana de 1890 del Manifiesto, Engels podía reivindicar con satisfacción: “La historia del Manifiesto refleja, hasta cierto punto, la historia del movimiento obrero desde 1848. En la actualidad es indudablemente el documento más extendido e internacional de toda la literatura socialista del mundo, el programa que une a muchos millones de trabajadores de todos los países, desde Siberia hasta California”.

La lucha ideológica que desplegaron Marx y Engels a lo largo de sus vidas apuntaba a demostrar la falsedad de las concepciones burguesas que justificaban la existencia eterna del modo de producción capitalista, que sostenían que el capitalismo es una forma “natural” de organización de la sociedad y que nublaban la conciencia del proletariado. En este ámbito, el esfuerzo principal de Marx fue enfrentar las nociones burguesas en el campo de la economía política: hizo una disección rigurosa de las relaciones de producción y de intercambio del modo de producción capitalista y, entre otros notables descubrimientos científicos, explicó la forma específica en que la clase capitalista extrae el plustrabajo de los obreros, la plusvalía. Además de esta lucha contra la ideología burguesa, dieron incontables batallas contra las diversas concepciones erradas que surgían en el seno mismo del proletariado o que postulaban en su nombre intelectuales de distinto calibre. Célebres en este respecto son La miseria de la filosofía: Respuesta al escrito «La filosofía de la miseria» de M. Proudhon (1847), de Marx, y el Anti-Dühring (1878) de Engels, que escribió con la colaboración de Marx.

En el Anti-Dühring Engels hace referencia a la relevancia de las investigaciones científicas de Marx: “El socialismo anterior criticaba sin duda el modo de producción capitalista existente y sus consecuencias, pero no podía explicar uno ni otras, ni, por tanto, superarlos; tenía que limitarse a condenarlos por dañinos. (…) Se trataba de exponer ese modo de producción capitalista en su conexión histórica y en su necesidad para un determinado período histórico, o sea también la necesidad de su desaparición, y, por otra parte, de descubrir su carácter interno, que aún seguía oculto, pues la crítica realizada hasta entonces había atendido más a sus malas consecuencias que al proceso de la cosa misma. Todo esto fue posible gracias al descubrimiento de la plusvalía. Con ello se probó que la forma fundamental del modo de producción capitalista y de la explotación del trabajador por él realizada es la apropiación de trabajo no pagado (…) Así quedaban explicados tanto el proceso de la producción capitalista como el de la producción de capital. (…) Debemos a Marx esos dos grandes descubrimientos: la concepción materialista de la historia y desvelar los secretos de la producción capitalista. Con ellos se convirtió el socialismo en una ciencia; la tarea es ahora desarrollarla en todos sus detalles y todas sus conexiones”.

Marx falleció en 1883 y Engels lo sobrevivió hasta 1895. La filosofía materialista dialéctica que juntos concibieron desde por lo menos la escritura en conjunto de La ideología alemana en 1846 –obra que no pudieron publicar debido a la censura– no fue expuesta por Marx en una obra especial dedicada a ello y correspondió a Engels hacerlo. La concepción materialista y dialéctica de la realidad es el fundamento de sus análisis de la historia, de la economía y de la naturaleza. La dialéctica, en particular, es la comprensión del movimiento, que es la propiedad esencial de la realidad: su eterno emerger, existir y desaparecer. La dialéctica de la historia es la que Marx y Engels expusieron en el Manifiesto Comunista, vale decir, la sucesión de modos de producción y de intercambio que se siguen, superándose unos a otros, hasta que el desarrollo de las fuerzas productivas alcanza un nivel en que es posible para la humanidad erigir una civilización en que los medios de producción son apropiados por toda la sociedad, dejan de ser propiedad de una clase explotadora. El motor del movimiento es la contradicción, la lucha de contrarios, como en la lucha de clases entre proletarios y burgueses, o como la contradicción que se presenta entre el desarrollo de las fuerzas productivas de la sociedad y las relaciones de producción capitalistas que ya no son capaces de controlarlas. A decir de Engels en Anti-Dühring, “la burguesía [es] una clase que posee el monopolio de todos los instrumentos de producción y todos los medios de existencia, pero que prueba en todos los períodos de loca exaltación y en todas las crisis subsiguientes que siguen a esos períodos que ya es incapaz de seguir dominando las fuerzas productivas que han crecido más de lo que su poder abarca; una clase bajo cuya dirección la sociedad corre hacia la ruina como una locomotora cuyo maquinista fuera demasiado débil para abrir la bloqueada válvula de seguridad”, es decir, para frenar la locomotora descontrolada.

La dialéctica también es evidente en la naturaleza. En esto concordaban Marx y Engels. En las páginas iniciales de su obra Razón y revolución. Filosofía marxista y ciencia moderna, Alan Woods y Ted Grant relatan que Marx tuvo la intención de escribir una obra sobre la concepción materialista dialéctica, “pero desgraciadamente la tarea colosal de escribir El capital se lo impidió. Si excluimos sus obras tempranas, como La sagrada familia y La ideología alemana, intentos importantes aunque preparatorios de desarrollar una nueva filosofía, y los tres volúmenes de El capital, que son un ejemplo clásico de la aplicación concreta del método dialéctico a la esfera particular de la economía, las principales obras de la filosofía marxista fueron escritas por Engels. (…) Engels definió la dialéctica como ‘las leyes más generales del movimiento de la naturaleza, la sociedad y el pensamiento humano’. En Dialéctica de la naturaleza en particular, Engels se basó en un estudio cuidadoso del conocimiento científico más avanzado de su tiempo para demostrar que ‘en última instancia, el funcionamiento de la naturaleza es dialéctico’”. Dialéctica de la naturaleza es un manuscrito que Engels no alcanzó a concluir para publicarlo, pero su obra Anti-Dühring contó con la colaboración de Marx y fue minuciosamente revisada por este antes de su publicación en 1878. En Anti-Duhring Engels expone la concepción materialista dialéctica de la historia, la economía, la naturaleza y el pensamiento, concepción que también denominó socialismo científico.

Marxismo y ciencia

“Para mí no se trataba de construir artificialmente, por proyección, las leyes dialécticas en la naturaleza, sino de encontrarlas en ella y desarrollarlas a partir de ella. (…) Se trataba de convencerme en detalle, pues en líneas generales no tenía duda al respecto, de que en la naturaleza rigen las mismas leyes dialécticas del movimiento que igualmente dominan en la historia la aparente casualidad de los sucesos; las mismas leyes que (…) llegan progresivamente a la conciencia del ser humano; leyes desarrolladas por primera vez por Hegel de un modo amplio y general, aunque en forma mística, y que nuestro esfuerzo hizo pasar de esa forma mística a otra claramente comprensible en toda su sencillez y generalidad. (…) Es posible llegar a esa concepción por el mero peso de los hechos que van acumulándose en las ciencias de la naturaleza; pero es más fácil alcanzarla si se percibe el carácter dialéctico de esos hechos con la consciencia de las leyes del pensamiento dialéctico”. (Federico Engels, Anti-Dühring, Prólogo a la segunda edición, 1885)

“Todo esto demuestra, dicho sea de paso, que nuestros métodos de pensamiento, tanto la lógica formal como la dialéctica, no son construcciones arbitrarias de nuestra razón, sino, más bien, expresiones de las verdaderas interrelaciones de la misma naturaleza (…) Se produjo un no pequeño desarrollo antes de que las relaciones internas de la naturaleza pasaran al lenguaje de la conciencia y que el ser humano llegara a ser capaz de generalizar estas formas de conciencia, de transformarlas en categorías lógicas dialécticas, creando así la posibilidad de indagar más profundamente en el mundo que nos rodea”. (León Trotsky, En defensa del Marxismo, 1940)

Durante el período en que vivieron Marx (1818-1883) y Engels (1820-1895) una serie de trascendentales avances y descubrimientos científicos cambiaron por completo la visión que existía del mundo y de la naturaleza. Hasta fines del siglo XVIII, las ciencias de la naturaleza se habían ocupado de recolectar y ordenar una gran cantidad de nuevos conocimientos en diversos campos. Linneo, por ejemplo, se dedicó a la clasificación de los seres vivos en distintas especies, géneros, etc. En geología, la tendencia predominante era la mineralogía, es decir, el estudio y clasificación de los minerales. En astronomía se trataba de dibujar el ordenamiento de los cuerpos celestes en los cielos. Nunca antes había la humanidad reunido tal cantidad de conocimientos científicos y nunca antes los investigadores habían tenido acceso a los materiales en todo el globo, en todos los continentes y océanos. La tarea era inmensa. Actuaban también como acicate las exigencias de la producción de la economía capitalista, que había surgido con ímpetu en Italia en el siglo XIV y luego se había extendido a numerosas otras regiones de Europa. Así, por ejemplo, la química se vio estimulada por las exigencias provenientes de las industrias textil y metalúrgica, siempre ávidas de nuevos compuestos para potenciar los cada vez más novedosos procesos de fabricación.

La necesidad de ordenar y clasificar había conducido a una concepción estática de la naturaleza y a la especialización de los investigadores, cada uno concentrado en su área específica, lo que les impedía desentrañar las relaciones y las concatenaciones. En Dialéctica de la naturaleza (1872-1882), Engels explica la situación en que se encontraban las ciencias de la naturaleza al concluir el siglo XVIII: “Lo que caracteriza especialmente a este período es el haber llegado a desentrañar una peculiar concepción de conjunto, cuyo punto central es la idea de la absoluta inmutabilidad de la naturalezaCualquiera que fuese el modo como había surgido, la naturaleza, una vez formada, permanecía durante todo el tiempo de su existencia tal y como era. Los planetas y sus satélites, una vez puestos en movimiento por el misterioso ‘impulso inicial’, seguían girando eternamente (…) Las estrellas descansaban para siempre, fijas e inmóviles, en sus puestos, sosteniéndose las unas a las otras por la ‘gravitación universal’. La tierra había permanecido invariable desde siempre o (según los casos) desde el primer día de la creación. (…) Siempre habían existido el mismo clima, la misma flora y la misma fauna, (…) las especies vegetales y animales habían quedado establecidas de una vez para siempre al nacer. (…) Se negaba en la naturaleza todo lo que fuese cambio y desarrollo. (…) Todo seguía siendo hoy lo mismo que había sido ayer y siempre y todo -hasta el fin del mundo o por toda una eternidad- seguiría siendo como siempre y desde el comienzo mismo había sido”. Esto correspondía a lo que Hegel llamó concepción “metafísica” de la realidad.

A lo largo del siglo XIX esta concepción cambió radicalmente y Marx y Engels fueron testigos y admiradores incondicionales de la revolución que se produjo en las ciencias de la naturaleza. Estudiaron profundamente cada uno de los avances y descubrimientos que adelantaban la noción de que en la naturaleza todo está interrelacionado y todo está en movimiento. Al fin de cuentas, las leyes de la dialéctica que ellos ya habían revelado en la historia de la humanidad, aparecían también cumpliéndose en el mundo natural.

Marx, estando en la universidad en Berlín (1835-1841), era asiduo asistente a clases y charlas dictadas por algunos de los más prominentes geólogos del momento. En esa rama de la ciencia se imponía la idea de que los cambios en la corteza terrestre habían sido lentos y graduales en contraposición a la creencia anterior de bruscas modificaciones en las que había jugado un rol la mano divina. Eso significaba que la edad del planeta era mucho mayor de lo que se había creído y que este había experimentado cambios de forma permanente, cambios que no se habían detenido. Junto a la geología, avanzaba la paleontología, ya que “en los estratos sucesivos y superpuestos se desenterraban caparazones y esqueletos de animales desaparecidos y troncos, hojas y frutos de plantas que ya no se conocían. No hubo más remedio que reconocer la evidencia: no sólo la tierra en su conjunto, sino también las plantas y los animales que en ella vivían tenían su historia, desarrollada en el tiempo” (Dialéctica de la naturaleza).

La revolución industrial que se había iniciado en Inglaterra en el siglo XVIII tuvo como fuerza impulsora fundamental a la máquina de vapor: esta movía la maquinaria industrial, las locomotoras y los barcos. Creada por ingenieros y técnicos, el estudio científico de la máquina de vapor comenzó más adelante, en particular las mediciones de la energía cinética originada en la fuerza de vapor. Esto condujo al revolucionario descubrimiento de lo que más adelante se llamaron leyes de la termodinámica, que señalan, básicamente, que la energía (y la materia) no se crean ni se destruyen, sino que solamente cambian de forma. A decir de un emocionado Engels: “En 1842, año que hizo época en la ciencia física, [quedó demostrado] el hecho de que todas las llamadas fuerzas físicas, la fuerza mecánica, el calor, la luz, la electricidad, el magnetismo y hasta la misma llamada fuerza química, se trocaban en determinadas condiciones la una en la otra, sin producirse cambio de fuerza alguno, con lo que venía a corroborarse, andando el tiempo, por la vía física, la tesis cartesiana de que la cantidad de movimiento existente en el universo es invariable. Con ello, las fuerzas físicas específicas, los ‘tipos’ inmutables de la física, por así decirlo, se reducían a distintas formas de movimiento de la materia, formas diferenciadas y que se convertían las unas en las otras con sujeción a determinadas leyes. (…) La física había llegado, como antes la astronomía, a un resultado que apuntaba en definitiva, necesariamente, al ciclo perenne de la materia en movimiento” (Dialéctica de la naturaleza).

En 1828, Pasteur demostró que la fermentación, esto es, la creación de alcohol a partir de azúcar, la lleva a cabo el hongo unicelular de la levadura y ese mismo año el científico alemán Wöhler sintetizó la urea, una sustancia química orgánica compleja, a partir de compuestos químicos simples. De esa manera quedaba demolida la barrera hasta entonces infranqueable que separaba a la química inorgánica de la química orgánica. En la misma dirección, en el campo de la fisiología, el descubrimiento de la célula supuso un avance revolucionario. En 1839, los alemanes Theodor Schwann, fisiólogo, y Jakob Schleiden, botánico, formularon la teoría celular que indica que todos los seres vivos están compuestos por células y por las secreciones de estas, y que la célula constituye a la vez una entidad singular y la unidad estructural y fisiológica de todos los organismos. En 1858, otro alemán, el médico Rudolf Virchow, completó la teoría al demostrar que todas las células provienen de otras células por bipartición, en contraposición a la idea de la generación espontánea que se sostenía hasta ese momento. El concepto central en fisiología celular era el de metabolismo, definido como el conjunto de reacciones químicas que mantienen el equilibrio entre el medio interior y el exterior y de esa forma aseguran la existencia de la vida. El metabolismo (del griego metaballein, cambiar) consiste en la incorporación a la célula de sustancias químicas, a partir de las cuales esta obtiene energía y elabora otras sustancias, y la excreción de químicos como desechos.

Los fisiólogos Carl Ludwig (1816-1895), alemán, y Claude Bernard (1813-1878), francés, aplicaron el concepto de metabolismo a las ciencias médicas y a la fisiología humana. En su Tratado de fisiología humana (1856), Ludwig fundamentó su rechazo a la idea predominante hasta entonces de que los seres vivos se rigen por leyes biológicas o “fuerzas vitales” distintas a las que operan en la naturaleza inorgánica y, en cambio, explicó estos procesos de acuerdo con las mismas leyes que gobiernan los fenómenos químicos y físicos. Bernard (1865) estableció el método científico en medicina, sostuvo que los seres vivos dependen de las mismas leyes que la materia inanimada y acuñó el término “medio interior” que después se denominaría homeóstasis: “La estabilidad del medio interior es la condición que permite la vida libre e independiente”, señaló. Los organismos vivos aseguran esa estabilidad mediante el control de su relación con el medio exterior, vale decir, el metabolismo.

En sus estudios científicos, Marx y Engels no eran ajenos a la relevancia que había adquirido el concepto de metabolismo para explicar el intercambio de materia y energía entre los seres vivos y su medio ambiente. En Dialéctica de la Naturaleza, Engels apuntó: «La vida es el modo de existencia de los cuerpos constituidos por proteínas, lo esencial de las cuales consiste en el continuo intercambio metabólico con el medio natural exterior, y cesa en el momento en que cesa el metabolismo». Y Marx recurrió a la noción de metabolismo para fundamentar la relación que se produce entre el ser humano y la naturaleza a través del trabajo, esto es, definió el trabajo –o sea, la producción– como instancia mediadora de los intercambios energéticos y materiales entre la sociedad y la naturaleza. Según Marx, los rasgos fundamentales de este “metabolismo social” son radicalmente distintos entre los diversos modos de producción que se han sucedido a lo largo de la historia y, por supuesto, serán diferentes en la sociedad comunista del futuro.

Finalmente, en 1859, Darwin publicó El origen de las especies, con lo que también el movimiento y la transformación en el tiempo pasaron a ocupar un lugar central en las ciencias biológicas. El enorme impacto que produjo en Marx y Engels la teoría de la evolución de Darwin es invaluable. Décadas más tarde, entrado el siglo XX, Trotsky señalaría: “El darwinismo, que explicó la evolución de las especies a través del tránsito de las transformaciones cuantitativas en cualitativas, fue el más alto triunfo de la dialéctica en todo el terreno de la materia orgánica” (En defensa del marxismo, 1940).

En la década de 1870, cuando Engels trabajaba en su Dialéctica de la naturaleza y publicaba, con la colaboración de Marx, el Anti-Dühring (1878), en ambos de los cuales analizaba los avances científicos revolucionarios que se habían producido a lo largo del siglo, concluía: “La naturaleza es la piedra de toque de la dialéctica, y la ciencia moderna ha suministrado un material sumamente rico y en constante acumulación, mostrando que, en última instancia, la naturaleza procede dialéctica y no metafísicamente” (Anti-Dühring). “La nueva concepción de la naturaleza había quedado delineada en sus rasgos fundamentales: todo lo que había en ella de rígido se aflojaba, cuanto había de plasmado en ella se esfumaba, lo que se consideraba eterno pasaba a ser perecedero y la naturaleza toda se revelaba como algo que se movía en perenne flujo y eterno ciclo” (Dialéctica de la naturaleza).

Continuará

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