La política en EE UU no ha empeorado, sólo lo ha hecho la de los Republicanos
El candidato republicano estadounidense Donald Trump. / SCOTT OLSON (AFP)
Han transcurrido casi seis meses desde que Donald Trump adelantó a Jeb Bush en los sondeos de voto republicano. En aquel momento, la mayoría de los expertos quitaba importancia a lo de Trump por considerarlo un fenómeno pasajero, y predecía que en breve los votantes se volverían hacia candidatos más convencionales. Sin embargo, su ventaja no ha parado de aumentar. Y, lo que es aún más sorprendente, el triunvirato de la necedad—Trump, Ben Carson y Ted Cruz— ahora cuenta con el apoyo de alrededor del 60 % del electorado de las primarias.
¿Pero cómo puede pasar algo así? Después de todo, los candidatos antisistema que ahora ejercen su dominio, además de ser muy ignorantes en asuntos de política, tienen la costumbre de hacer afirmaciones falsas para, a continuación, negarse a admitir el error. ¿Por qué no parece importarles a los votantes republicanos?
Bueno, en parte la respuesta es que el partido les ha enseñado a no preocuparse por ello. La fanfarronería y la beligerancia como sustitutas del análisis, el desdén por toda clase de respuesta comedida, el rechazo de los hechos incómodos divulgados por los “medios progresistas” no han llegado de repente a la escena republicana el verano pasado. Por el contrario, llevan ya mucho tiempo siendo elementos clave de la marca del partido. Así que, ¿cómo van a saber los votantes dónde marcar el límite?
No sé cuántos lectores recordarán las elecciones de 2000, pero durante la campaña, los republicanos intentaron —con bastante éxito—que la elección se basase en la simpatía, no en la política. Parece ser que había que votar a George W. Bush porque era alguien con quien a uno le gustaría tomarse una cerveza, no como ese tipo estirado y aburrido, Al Gore, que solo hablaba de hechos y cifras.
Y cuando Gore intentaba hablar de diferencias políticas, Bush respondía no sobre el fondo de la cuestión, sino burlándose de las “matemáticas confusas” de su oponente (expresión que sus seguidores adoptaron con regocijo). El ejército de la prensa le siguió la corriente en aquella rebaja deliberada del nivel intelectual: se consideró que Gore había perdido debates no por equivocarse, sino porque era, según declaraciones de los periodistas, altanero y estirado, no como el afablemente deshonesto W.
Luego llegó el 11-S y el tipo afable se reconvirtió en líder de guerra. Pero la reconversión nunca se enmarcó en un contexto de argumentos de peso relacionados con la política exterior. En vez de eso, Bush y sus cuidadores vendieron fanfarronería. Era el hombre en quien podíamos confiar para protegernos porque hablaba con dureza y se vestía de piloto de combate. Declaró con orgullo que él era “el que decidía” (y que tomaba las decisiones basándose en su “instinto”).
El mensaje oculto era que los dirigentes de verdad no pierden el tiempo reflexionando, que escuchar a los expertos es síntoma de debilidad, que lo único que se necesita es actitud. Y aunque los desastres de Bush en Irak y Nueva Orleans terminaron por destruir la fe estadounidense en su instinto personal, la anteposición de la actitud al análisis no ha hecho más que afianzarse en el seno de su partido, una evolución que quedó de manifiesto cuando John McCain, que en su día tuvo fama de independencia política, eligió a la sumamente poco cualificada Sarah Palin como compañera de candidatura.
Así que Donald Trump, como fenómeno político, se encuentra sin duda en una línea de sucesión que parte de W. y pasa por Palin, y en muchos sentidos, es un perfecto representante del pensamiento republicano mayoritario. Por ejemplo, ¿les ha sorprendido que Trump revelase su admiración por Vladimir Putin? No hacía más que expresar un sentimiento que ya está generalizado en su partido.
Entretanto, ¿que alternativa ofrecen los candidatos preferidos por el sistema? En materia política, no mucha. Recuerden, en la época en que era el supuesto favorito, Jeb Bush reunió a un grupo de “expertos” en política exterior, gente con credenciales académicas y cargos directivos en comités de expertos de derechas. Pero el equipo estaba dominado por los neoconservadores radicales, gente que, a pesar de los fracasos del pasado, defiende la creencia de que todos los problemas se resuelven infundiendo miedo y respeto.
En otras palabras, Bush no enunciaba una política muy distinta de la que ahora proponen Trump y compañía; lo único que ofrecía era beligerancia con un fino barniz de respetabilidad. Marco Rubio, que le ha sucedido como favorito del partido, es casi lo mismo, con unas cuantas estratagemas adicionales. ¿Por qué iba nadie a sorprenderse al ver esa pose, digamos, torpedeada por la beligerancia sin remordimientos que proponen los candidatos antisistema?
Por si se lo están preguntando, nada similar ha sucedido en el bando demócrata. Cuando Hillary Clinton y Bernie Sanders debaten sobre, por ejemplo, la regulación financiera, es una verdadera discusión, y resulta evidente que ambos candidatos están bien informados sobre el asunto. El nivel intelectual del discurso político estadounidense en general no ha bajado, solamente el del bando conservador.
Volviendo a los republicanos, ¿significa todo esto que Trump acabará siendo el candidato elegido? No tengo ni idea. Pero es importante darse cuenta de que no es alguien que de repente haya irrumpido en la política republicana desde un universo alternativo. Él, u otro como él, es algo a lo que el partido se veía abocado desde hace mucho tiempo.
Paul Krugman es premio Nobel de Economía de 2008. © The New York Times Company, 2015.
Traducción de News Clips.
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