Una de las mejores cosas de Davos es el tren que sube a la montaña. No se trata sólo de que las vistas sean impresionantes, tampoco es simplemente que los trenes siempre están a la hora. Se trata también de la ausencia de la polución sonora que se encuentra viajando en ferrocarril por el Reino Unido.
No hay mensajes informándote de que la estación está vigilada por cámaras las 24 horas del día; nadie te va diciendo que es importante para tu seguridad que te apartes del borde del andén o que no se puede fumar en la estación. Sobre todo, nada de mensajes [de seguridad habituales en los ferrocarriles británicos] del estilo del “Fíjese, dígalo, y resuelto”, una forma de tortura acústica que es a la vez constante y sin sentido. La forma de garantizar que los trenes sean más seguros es hacer lo que hacen en Suiza: poner un guarda en todos los trenes.
Ni siquiera ahí, en lo alto de los Alpes, es posible escaparse de esa clase de mantras mecánicos, porque después de pasar una semana en el Foro Económico Mundial, está claro que Davos tiene su propia versión del “Fíjese, dígalo, y resuelto”.
No cabe duda de que la gente que acude al Foro Económico Mundial se fija. Se fija en que la desigualdad va aumentando. Se fija en que no es accidental que los incidentes relacionados con el clima se sucedan con mucha mayor frecuencia. Se fijan en que acecha otra crisis financiera por algún lado. Se fijan en todo esto porque no hay que ser tan inteligente para fijarse en estas cosas, y la gente que acude a Davos no anda escasa en el negociado de de materia gris.
¿Y lo están diciendo? Sí, algunos de ellos lo están diciendo. A lo largo de varios años, Davos ha retumbado con las advertencias de gente importante sobre la necesidad de tomarse la desigualdad en serio, de emprender acciones contra el calentamiento global antes de que sea demasiado tarde, de introducir algunas restricciones rigurosas al poder del sector financiero que puede hacer que estalle el mundo.
Este año no ha sido una excepción. Davos se inició con un galardón a Sir David Attenborough por su contribución al medioambientalismo y terminó con Greta Thunberg, una activista sueca de 16 años centrada en el cambio climático, diciéndoles a los líderes mundiales que quería que empezaran a sentir pánico por el calentamiento global. Para cuando concluyó la reunión anual del FEM, Thunberg tenía audiencia con Christine Lagarde, directora gerente de Fondo Monetario Internacional. Lagarde misma citó un informe de Oxfam que mostraba que los 26 multimillonarios más opulentos poseen la misma cantidad de riqueza que la mitad de la población mundial.
Otros grandes organismos internacionales también lo están diciendo. Kristalina Georgieva, jefa interina del Banco Mundial, declaró que el cambio climático se estaba produciendo con mucha mayor rapidez de lo que se había pensado anteriormente y que había que afrontarlo de modo urgente. “Pónganse delante de ustedes una foto de sus hijos y sus nietos”, le dijo al público de la sesión de clausura del FEM. “Les garantizo que funciona”.
Los precios en caída de las energías renovables y los avances en almacenamiento de baterías vienen a significar que ya no se escucha en Davos el viejo argumento – que reducir las emisiones de carbono es “malo” para la economía –, por lo menos en público. El nuevo mantra es que restringir el aumento de la temperatura a 1,5 grados por encima de niveles preindustriales significaría que salen todos ganando: bueno para el planeta y bueno para la economía.
Aún así, sigue habiendo una brecha abismal en la realidad entre lo que se dice y lo que está sucediendo en realidad. Muchos países, los EE.UU. y Brasil, por ejemplo, están dirigidos por escépticos del cambio climático. Las empresas que contaminan no pagan el precio que supone contaminar. Utilizar materiales reciclados le resulta más costoso a una empresa que recurrir a productos primarios. Salarios de pobreza quiere decir que resulta más duro para los consumidores ir a la compra de modo sostenible aunque quieran hacerlo.
Un intento en serio de reducir la desigualdad requeriría de sindicatos más fuertes con capacidad para negociar mejores salarios para sus miembros. Requeriría que los gobiernos estuvieran dispuestos a ser más audaces a la hora de gravar fiscalmente a los ricos. La Organización Internacional del Trabajo apeló a una garantía universal de trabajo para salvaguardar los derechos fundamentales de los trabajadores. Parece haber poco apetito de un nuevo contrato social entre los ejecutivos, pese a las animosas palabras.
Y tampoco lo habrá mientras la economía se vea apuntalada por la noción de que más es siempre mejor, que la meta primordial de su política debería consistir en maximizar el crecimiento, y de que la interferencia en un sistema en el que el poder está sesgado a favor de los ricos y poderosos debería mantenerse al mínimo. La deprimente conclusión de una cena que tuvo lugar en Davos para debatir acerca del nuevo pensamiento en economía es que – con una o dos notables excepciones – ha habido muy poco pensamiento novedoso en materia de economía. Una década después de la mayor crisis de la que tengamos memoria, y con los relojes corriendo contra el cambio climático, todo sigue como de costumbre.
Hizo falta que un trío de profesores de psicología de Yale apuntara lo que va mal en la economía: nuestro cerebro nos miente. La gente que acude a Davos se encuentra en la cima de un sistema de valores que insiste en que más dinero equivale a mayor felicidad. Pero, tal como dijo Laurie Santos, uno de los docentes académicos de Yale, las cosas que en realidad nos hacen felices - estar con los amigos, hacer cosas por los demás, disfrutar de nuestro tiempo fuera del trabajo -, tienen muy poco que ver con el dinero. El dinero sólo parece hacer felices a los multimillonarios en el momento de donarlo.
Deberían resultar evidentes las conclusiones que se deducen de ello. La economía en su sentido tradicional resulta inútil cuando se trata de afrontar los apremiantes problemas que hay que resolver. Otras disciplinas, como la psicología, pueden ser realmente bastante más de ayuda que los modelos que se basan en consumidores supuestamente racionales que maximizan su utilidad.
Y a menos que repensemos nuestro modelo económico y reprogramemos nuestro cerebro, podemos fijarnos en ello y gritarlo desde la cima de las montañas de Suiza. Pero no se resolverá.
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