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martes, 2 de noviembre de 2021

Libro "Economía para no dejarse engañar por los Economistas" . La inflación

  Por Juan Torres López

¿Cuáles son las causas de la inflación según la teoría económica?


Al igual que acabamos de ver en el caso del paro, no hay una sola respuesta de la teoría económica ante el problema de la inflación.

Los economistas keynesianos consideran que las subidas de precios se producen cuando hay un exceso de la demanda de bienes y servicios sobre la oferta (inflación de demanda). Lo normal sería que las empresas aumentaran inmediatamente su oferta cuando se produce el aumento de la demanda, para aumentar así sus ventas y sus beneficios. Pero puede ocurrir que la economía se encuentre ya en situación de pleno empleo y, por tanto, que no se pueda producir más; o bien que, incluso sin haber alcanzado el pleno empleo, no haya capacidad de respuesta en ese momento por parte de las empresas, ya que  no  siempre  es  posible  aumentar  la  producción  en  el  corto  plazo;  o también puede ocurrir que el aumento del consumo haya hecho que se agote el ahorro y que no haya, por tanto, suficientes recursos para la inversión que aumente la capacidad productiva. Y, en todos estos casos, el aumento de la demanda hará que haya escasez de bienes y, por tanto, que suban los precios.

Otra segunda explicación de la inflación, vinculada en este caso a corrientes de pensamiento liberales, es la que indica que se produce por presión de los costes y, más concretamente, de los salarios (inflación de costes). Cuando los salarios se elevan porque los trabajadores tienen gran capacidad negociadora, las empresas responden con subidas en los precios. La política contra esta inflación de costes deberá basarse entonces en medidas de moderación salarial y en el establecimiento de condiciones que rebajen el poder negociador de los trabajadores.

Una variante de esta explicación es la que proporcionan los economistas poskeynesianos, como Joan Robinson, quien señala que la inflación se produce porque los mercados no son competitivos y las empresas fijan los precios según su conveniencia, generalmente añadiendo un margen sobre los costes. Si no mejoran sus condiciones productivas, siempre que se produzca una presión en algún componente de su estructura de costes lo trasladarán sobre los precios para mantener su margen de beneficio; y para evitar esto último, por tanto, habrá que incentivar a las empresas para que actuén sobre esos cambios productivos antes que recurrir a subir los precios.

Los  economistas  monetaristas  explican  la  inflación  a  partir  de  la ecuación cuantitativa que conocemos. Puesto que consideran que la velocidad de circulación del dinero es constante y que la producción es siempre la de pleno empleo, resultará que un aumento en la cantidad de dinero siempre hará que suban los precios. El gran defensor de esta tesis, Milton Friedman, lo expuso rotundamente: «El reconocimiento de que una inflación importante es siempre y en todos los sitios un fenómeno monetario representa sólo el inicio de una comprensión de las causas y soluciones de la inflación».134

Sin embargo, cuando comenzaron a coincidir altos niveles de paro y de subida de precios estas explicaciones más básicas tuvieron que hacerse algo más complejas y sofisticadas. Como comentamos anteriormente, si la tasa de paro real es más baja que la «natural», los trabajadores demandarán salarios más elevados, y eso producirá enseguida la inflación de costes que hemos comentado. Por eso se estableció la idea de que había una tasa de paro que, además de natural, era no aceleradora de la inflación, mientras que cualquier otra produciría inestabilidad en los precios. Es decir, que sería «obligado» aceptar una tasa de paro relativamente elevada para no provocar subidas de precios.

Pero muchos economistas más críticos han puesto de manifiesto las limitaciones de todas estas explicaciones de la inflación. Han señalado, por ejemplo, que la explicación keynesiana no puede explicar que en la realidad se produzca inflación cuando también hay desempleo; y también que la explicación de costes se centra exclusivamente en los salarios sin mencionar el empuje a los precios que producen los beneficios u otros costes, como los financieros, los energéticos, los publicitarios, etc.

La explicación monetarista es considerada por los economistas de otras tradiciones como una pura tautología, es decir, que es cierta porque así se ha definido. Mantienen que, para poder afirmar que los aumentos en la masa monetaria son los que provocan subidas de precios, como se deduce de la ecuación cuantitativa, deben darse condiciones que no se dan en la realidad, o bien   que   son   bastante   irrealistas   y   se   dan   sólo   en   circunstancias excepcionales: que la nueva masa monetaria vaya a la economía y no se quede en los balances de los bancos o en depósitos del banco central; que si va a la economía se destine al consumo y no al ahorro; y que si va al consumo haya escasez de oferta. Porque, si ocurre todo eso y el incremento de masa monetaria se destina a comprar bienes y servicios que proporcione con suficiencia la oferta, no tienen por qué subir los precios.

Asimismo,  señalan  que  las  tesis  relativas  a  la  tasa  natural  de  paro también se pueden poner en cuestión, porque igualmente se basan en presupuestos muy poco realistas, como el de las expectativas racionales, que implica que todos los sujetos tenemos información perfecta y gratuita y podemos predecir con exactitud el futuro; o la idea de que todos los mercados son de competencia perfecta.

Estas críticas han llevado a que otros economistas traten de explicar la inflación a partir de factores más reales y diversos. Estos consideran que la inflación se puede producir en realidad por la confluencia de circunstancias que tienen que ver con rasgos estructurales (por eso se habla de la inflación estructural) de las economías contemporáneas, como el predominio de mercados concentrados y con muy poca competencia efectiva, el gran peso de  los  gastos  financieros,  el  mayor  peso  de  los  bienes  importados,  la ineficacia de muchas intervenciones estatales que implican costes elevados que se traducen a todos los precios de la economía (por ejemplo, por excesiva presión fiscal), el consumismo y la presión constante de la publicidad, así como la desarticulación sectorial, que hace que el aparato productivo tenga componentes muy desiguales con actividades muy avanzadas y competitivas y otras mucho más atrasadas que generan sobrecostes y precios más elevados.

Y, por último, otros economistas añaden a todas estas circunstancias el hecho de que la economía capitalista se basa en un conflicto de base entre los intereses  de  los  asalariados  y  los  propietarios  del  capital,  y  entre  los diferentes subgrupos de interés que se pueden distinguir claramente en su seno respectivo. Cada uno tiene aspiraciones diferentes, y eso hace que la vida social y económica sea en realidad una pugna constante por alcanzar un trozo más grande de la «tarta». Los precios se pueden considerar como el reflejo del ingreso que tendrá cada sujeto económico. Los de los bienes son los que recibirán quienes los vendan en los mercados. Los de los factores son, como ya sabemos, las rentas de sus propietarios. Todos ellos, los asalariados, los pequeños, grandes o medianos empresarios, los rentistas que venden o alquilan recursos naturales o maquinaria, instalaciones, vehículos…, todos se enfrentan por disponer de mayores ingresos, y eso se traduce en una presión constante sobre los precios de los bienes y servicios y de los factores que terminan provocando inflación si no hay mecanismos de equilibrio, de compensación y negociación social que establezcan una pauta de reparto que evite la presión constante.

En resumen, la teoría económica no proporciona una única explicación de las causas de la inflación, y creer que ésta es siempre de la misma naturaleza contraviene la evidencia histórica y no puede llevar a soluciones eficaces ni equitativas, como veremos enseguida. Muchos economistas creemos que resulta mucho más realista considerar que los procesos inflacionarios son complejos y que pueden estar causados por motivos diversos, no siempre coincidentes en todos los casos. Y, por tanto, que lo más correcto es analizar cada situación concreta para dilucidar de la manera más rigurosa posible su etiología. Y, sobre todo, que conviene no olvidar lo fácil que resulta caer en falacias del pensamiento que nos engañan y nos llevan a conclusiones erróneas. El hecho de que algo acompañe siempre a un fenómeno, o incluso que lo anteceda, no significa que sea su causa. Siempre que hay inflación debe haber aumentado la oferta monetaria, el dinero circulante, pero eso no quiere decir que dicho aumento haya sido la causa última de la inflación. Como decía el profesor José Luis Sampedro, eso es algo así como decir que la causa del desbordamiento de un río fue que subió mucho su caudal. Sin duda debió ocurrir eso para que se desbordase, pero, para evitarlo, lo importante es saber las causas de esa subida de caudal.


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¿Cómo se puede combatir la inflación y qué efectos tiene que se haga de un modo u otro?

Los  remedios  que  se  pueden  utilizar  para  combatir  un  mal  dependen

lógicamente de cuáles sean sus causas. Por tanto, no hay medidas universales que sirvan para evitar que se produzca inflación, sino que se pueden utilizar unas u otras dependiendo necesariamente de los factores que se crea que la provocan.

Los keynesianos, que consideran que la inflación se produce por un exceso de la demanda agregada respecto a la oferta global que las empresas están dispuestas a llevar al mercado, proponen la adopción de políticas restrictivas, o bien fiscales que reduzcan el gasto público o aumenten los impuestos para disminuir la demanda, o bien monetarias, también restrictivas, que eleven el tipo de interés y produzcan así una disminución subsiguiente del consumo y la inversión (porque entonces resultará más caro financiarlos).

Puesto que los monetaristas consideran que la inflación es simplemente la expresión de un aumento desordenado de la oferta monetaria, lo que hay que hacer para combatirla es mantener bajo control la oferta monetaria.

Los economistas que consideran que la inflación está causada por desajustes estructurales de la economía propondrán medidas de más largo alcance que refuercen la competencia y la integración entre las diferentes actividades para evitar cuellos de botella que estrangulen la oferta en algunas fases de la producción. Quienes consideran que la inflación se desencadena por causas que tienen que ver con la posición privilegiada que en algún momento puedan tener los sujetos económicos (bancos, sindicatos, patronal, grandes empresas, sector público, etc.) o con determinados comportamientos como el consumismo, reclamarán una regulación efectiva de todo ello o incentivos y desincentivos adecuados para evitar que se traduzcan en tensión sobre los precios. Y los economistas que explican la inflación como resultado de un doble proceso alcista —uno primero por cualquiera de las razones que conocemos, y otro posterior de ajuste ante esas subidas iniciales, con el fin de protegerse de su efecto empobrecedor— propondrán mecanismos que favorezcan e incentiven la negociación y el equilibrio entre los distintos grupos de interés para que sus aspiraciones (seguramente legítimas en todos los casos, pero no igual de dañinas en todos ellos) no terminen por producir los efectos negativos para casi todos que conlleva la inflación, sobre todo cuando se desboca.

Está claro, por tanto, que el análisis que se haga de las causas de la inflación es la clave de las políticas que se adoptan, y es fácil deducir que sus efectos sobre los diferentes sujetos económicos o grupos sociales no son ni mucho menos los mismos para cada uno de ellos. Cada tipo de política antinflacionista tiene unas consecuencias muy diferentes, sobre todo desde el punto  de  vista  distributivo.  Y  eso  queda  especialmente  en  evidencia  al analizar las consecuencias que ha tenido y está teniendo en los últimos años el asumir el control de la inflación como principal objetivo de la política económica.

Ya sabemos que la inflación es un problema muy serio que, cuando se produce, puede provocar perturbaciones muy graves en la actividad económica; y, por eso, mantener la estabilidad de los precios ha sido siempre uno de los grandes objetivos de las políticas económicas, junto al pleno empleo, el crecimiento económico, el equilibrio exterior (el «cuadrado mágico» de Kaldor) y la distribución equitativa de la renta. ( HHC negritas nuestras)

Sin embargo, desde la década de 1980, se fue consolidando la idea de que combatir la inflación no era un objetivo más, sino el principal que debían perseguir las autoridades económicas y al que debían supeditarse los demás.

Desde el punto de vista doctrinal, ese cambio reflejaba el triunfo de las ideas monetaristas y liberales sobre el keynesianismo dominante desde el final de la segunda guerra mundial. Y, en particular, suponía abandonar la obligación formal de mantener «altos y estables niveles de empleo», lo cual, según  Nicholas  Kaldor,  fue  «probablemente,  la  innovación  más revolucionaria del siglo en la esfera de la administración pública».135

Cuando se inició el cambio de paradigma, a mediados de la década de

1970,  las  economías  vivían  fuertes  tensiones  inflacionistas  como consecuencia de la subida de los precios del petróleo y del conflicto constante entre el capital y el trabajo para apropiarse de la mayor parte posible del ingreso. Y en ese contexto fue fácil que se consolidara la idea de que, ante todo, debía combatirse la inflación.


Pero aceptar —como se viene haciendo en los últimos años— que combatir la inflación es el principal objetivo de la política económica y que su origen es «siempre y en todos los sitios un fenómeno monetario» conlleva varias consecuencias inevitables.

En primer lugar, que el objetivo de crear el mayor volumen posible de empleo desaparece de la agenda de la política económica. En segundo lugar, que la tarea principal debería ser el control de los precios y, por tanto, el de los salarios, que, al fin y al cabo, no son sino el precio del factor trabajo. En tercer lugar, que las políticas fiscales y, en general, todas las manifestaciones del  intervencionismo  estatal  no  sólo  eran  innecesarias,  sino contraproducentes. Como había señalado Friedman y más adelante los defensores de las nuevas teorías de las expectativas racionales, la política económica era innecesaria y sería suficiente, como ya comentamos, con una regla estricta que garantizara un crecimiento sostenido y bajo control de la oferta monetaria.

Finalmente, todo eso quería decir que la presencia de las autoridades representativas podía reducirse al mínimo a la hora de tomar decisiones económicas mientras que los bancos centrales independientes asumían el control de la situación para poner en marcha ese nuevo tipo de política monetaria.

Nicholas Gregory Mankiw resumía la idea años después en uno de los manuales de macroeconomía más utilizados por los estudiantes de ciencias económicas de todo el planeta: «La teoría cuantitativa del dinero establece que el banco central, que controla la oferta monetaria, tiene el control último de la tasa de inflación. Si el banco central mantiene estable la oferta monetaria, el nivel de precios se mantiene estable. Si eleva rápidamente la oferta monetaria, el nivel de precios sube rápidamente».136

Las puesta en marcha de estos principios de actuación se traduce en dos medidas principales: por un lado, en la disminución de la masa salarial; y, por otro, en la tendencia al alza de los tipos de interés como consecuencia de la restricción monetaria. Y el efecto combinado de ambas medidas es la disminución de la demanda (como consecuencia del menor gasto en consumo), de la inversión (al encarecerse la inversión), del empleo (al disminuir las ventas) y del crecimiento económico. Los datos lo corroboran claramente. Las estimaciones realizadas por Angus Maddison, por ejemplo, demuestran que la tasa de crecimiento fue más elevada en los períodos de políticas keynesianas más intensas (1960-1980) que en los períodos en que predominaron las políticas neoliberales (1980-2000), tanto en los países más ricos de la OCDE como en los menos avanzados. En los primeros fue del 3,5 por ciento entre 1960 y 1980, y del 2 por ciento en el período 1980-2000. Y en los menos avanzados fue del 5,5 por ciento en la primera etapa, y del 2,6 por ciento en la segunda. 137

Eso quiere decir que el objetivo y el resultado de la lucha contra la inflación que se está llevando a cabo en el mundo en los últimos años no es sólo que bajen los precios, que es lo que busca una política antinflacionista, sino también el freno de la actividad económica como medio de modificar la pauta de distribución de la renta bajando los salarios. Lo que se ha hecho con la economía ha sido como conducir un automóvil con el freno pisado para evitar que aumente de velocidad, una estrategia que ha provocado paro y salarios más bajos, y que ni siquiera favorece a todos los perceptores de rentas de capital en su conjunto. Sólo ganan las empresas que tienen una posición  de  fuerte  privilegio  y  poder  en  el  mercado  y  que  disponen  de clientes cautivos o de mercados en otros lugares de mundo. La inmensa mayoría de las empresas viven del consumo que deriva de la masa salarial, de modo que su disminución les perjudica. Pero las grandes corporaciones que tienen muchos países donde poder compensar la pérdida de poder adquisitivo o que venden bienes y servicios que tienen el consumo garantizado en la gran mayoría de los hogares pueden aprovecharse de una política deflacionista de este tipo (porque seguirán vendiéndolos aunque baje el ingreso al haber más paro, por ejemplo). Así lo reconocía, por ejemplo, John Kenneth Galbraith: «Una rigurosa tentativa de control monetario a principios de la década de los ochenta en Estados Unidos contribuyó a la más grave recesión desde la Gran Depresión. Se eliminaron el poder sindical y la presión alcista resultante sobre los precios, ciertamente, pero esto se consiguió, en una parte considerable, restringiendo la fuerza económica e incluso la solvencia de los empresarios».138


Hoy día, en realidad desde hace años, la inflación es muy baja o incluso negativa, y en muchos países hay una auténtica deflación, mientras que los niveles  de  paro  son  elevados.  ¿Por  qué,  a  pesar  de  ello,  se  siguen manteniendo políticas deflacionistas? La respuesta no parece que pueda ser otra distinta a la que se acaba de exponer: lo que en realidad se persigue con estas políticas no es combatir la inflación (que está bajo mínimos), sino provocar artificialmente escasez de empleos para que bajen los salarios y para que el paro disminuya la capacidad de resistencia de las clases trabajadoras convirtiéndose en el potente instrumento disciplinario que es. Y, a partir de ahí, para que los beneficios puedan ser más elevados que nunca. En España, por ejemplo, estas políticas son las que han permitido que la masa salarial haya bajado en unos 150.000 millones de euros en casi cuarenta años, desde 1976 hasta la actualidad, según los datos de la Contabilidad Nacional.

Al encumbrar la inflación como único objetivo de la política económica a costa de provocar caída en la actividad y en el empleo, parece que se le da la razón a los economistas, que, como hiciera Harry Gordon Johnson, vienen afirmando desde años que «la falta de puestos de trabajo hoy día tiene que atribuirse a una decisión deliberada de las autoridades económicas».139 Y quizá por eso se trata siempre de ocultar lo que hay detrás de estas políticas deflacionistas. Así lo reconoció claramente un asesor del gobernador del Banco de Inglaterra cuando comenzaron a ponerse en marcha estas políticas:

«[…] descubrir los objetivos sería un ejercicio muy peligroso, los objetivos, o bien serían inaceptables para la opinión pública, o bien inadecuados para asegurar una reducción sustancial de la tasa de inflación, o bien ambas cosas a la vez».140

A pesar de ello, fueron muchos los economistas que supieron descubrir la razón y las consecuencias que se trataban de ocultar con este tipo de planteamientos destinados a hacer aparecer la lucha contra la inflación como una estrategia neutra e imprescindible para todos. Entre ellos está el premio Nobel James Tobin, quien ya en 1981 expresó con rotundidad lo que se podía esperar de este tipo de políticas: «[…] las redistribuciones de la renta, la riqueza y el poder del Estado a las empresas privadas, de los trabajadores a los capitalistas y de los pobres a los ricos».141


Citas


134. M.  Friedman  y  R.  Friedman,  Libertad    de  elegir:  hacia  un  nuevo liberalismo económico, Grijalbo, Barcelona, 1980, p. 353.


135. N. Kaldor,  Ensayos sobre política económica, Tecnos,  Madrid, 1971,  p.

129.


136. N. G. Mankiw, MacroeconomÍa, Antoni Bosch, Barcelona, 1997, p. 199.


137. A. Maddison, «La economía de Occidente y la del resto del mundo en el último milenio», Revista de Historia Económica / Journal of Iberian and Latin American Economic History, Fundación SEPI, Centro de Estudios Constitucionales e Instituto Laureano Figuerola, año XXII, n.º 2, verano de

2004, pp. 259-336.


138. Galbraith,  La  cultura  de  la  satisfacción: los  impuestos,   ¿para  qué?:

¿quiénes son los beneficiarios?, Ariel, Barcelona, 1992, p. 98.


139. H. G. Johnson, Teoría de la distribución de la renta, Tecnos, Madrid,

1981, p. 281.


140.  Ph. Armstrong,  A.  Glyn  y J. Harrison,  Capitalism  since 1945,  Basil

Blackwell, Oxford, 1991, p. 308.


141. Citado en S. Bowles, D. M. Gordon y T. E. y Weisskopf,  La economía del despilfarro, Alianza Editorial, Madrid, 1989, p. 85

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