Gudelia Moreno vive en la última casa de Pan de Azúcar en Minas de Matahambre, Pinar del Río. Foto: Ivón Deulofeu.
Gudelia Moreno vive pendiente de que el patio de su casa esté sin hojas. Lo barre varias veces en el día. El viento vigila su descanso para desprender las hojuelas de los árboles. Con la escoba de palmiche hace una pila y la quema. El patio es grande y ella delgada y fuerte. La última casa de Pan de Azúcar en Minas de Matahambre, Pinar del Río, es de la campesina que tuvo cinco hijos y sueña con recuperar su vivienda.
Con voz pausada y la risa tímida me cuenta de la vida. Su rostro delata a una mujer trabajadora y sensible. El huracán Delta arrancó a la tierra su casa. Los hijos le ayudaron y con unos pocos recursos reciclados lograron un espacio donde tiene todo que es casi nada.
Gudelia dice que, a pesar de los golpes recibidos en su alma, es feliz. Uno de sus hijos sobrevivió a la guerra. Ismael combatió en Angola. Su batallón cayó en una emboscada y murieron casi todos. Él perdió su brazo izquierdo y quedó un poco sordo. Con la extremidad derecha escoge frijoles. Ayuda a su madre. La mira fijamente mientras ella debajo de un árbol me responde y sigue pendiente de las hojas que caen.
Gudelia sonríe con cierta picardía, dice que no recuerda su edad y sí la fecha de nacimiento, el 18 de febrero de 1943. Es muy presumida, quizá por eso prefiere ponerme a pensar para que saque la cuenta mientras ella se levanta del taburete porque en la cocina dejó asuntos pendientes. Fregaba cuando interrumpí su quehacer. El olor a leña queda después que almuerzan. Los calderos pasan por sus manos y el tizne desaparece. Es limpia y organizada.
La campesina se dedicó al cuidado de sus hijos mientras su esposo trabajaba. Dice que siempre había algo para alimentarlos y que parir no fue difícil para ella. Dos nacieron en la casa porque no le daba tiempo de llegar a la partera Cachita. La madre de Gudelia tuvo quince hijos.
La historia de la mujer que vive en la última casa del camino a Pan de Azúcar es de tenacidad frente a los obstáculos que aparecen en el trayecto de la existencia. Las arrugas marcadas en su piel son desvelos infinitos. Siempre interrumpe la conversación para hablarme de la casa que le llevó el huracán. Y la entiendo. Allí estuvo el sacrificio por todo lo que hoy es casi nada.
El alma triste es silenciosa. Lo noto en Ismael. Converso con él y tengo que casi gritar para que escuche. Responde mientras escoge los frijoles y en un momento me dice: “nadie me obligó a ir a Angola. Era mi deber. Lo único que siento es no poder ayudar a mi madre”.
En el trayecto a la casa de Gudelia y de su hijo hay viviendas que el gobierno construyó, ojalá y un día ella tenga igual sorpresa. Muy cerca está el consultorio del Médico de la Familia y al doblar la escuelita martiana. Para el apóstol, “la gratitud, como ciertas flores, no se dan en la altura y mejor reverdece en la tierra buena de los humildes”.
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