CreditNicolás Ortega
A pesar de que registramos las cifras de desempleo más bajas desde finales de la década de los sesenta, la economía estadounidense les está fallando a sus ciudadanos. El salario de alrededor del 90 por ciento de la población se ha estancado o reducido en los últimos treinta años. Quizá esto no nos sorprenda, ya que en Estados Unidos impera el mayor nivel de desigualdad del mundo desarrollado y uno de los niveles más bajos de oportunidad. Dentro de las fronteras de Estados Unidos, el futuro de los jóvenes depende de los ingresos y la educación de sus padres más que en cualquier otro lugar.
Por suerte, no estamos condenados a vivir en esta situación. Existe una alternativa: el capitalismo progresista. Este término no es un oxímoron: sí es posible canalizar el poder del mercado y ponerlo al servicio de la sociedad.
En la década de los ochenta, las “reformas” regulatorias de Ronald Reagan, que disminuyeron la capacidad del gobierno de frenar los excesos del mercado, se nos vendieron como excelentes herramientas para impulsar la economía estadounidense. Por desgracia, lo que ocurrió fue justo lo contrario: el crecimiento se aletargó, pero lo más extraño fue que esto sucediera en la capital mundial de la innovación.
El auge producido por la generosidad con que el presidente Donald Trump trató a las empresas en la legislación fiscal de 2017 no resolvió ninguno de estos problemas que se han arrastrado por años, y ya comienza a desvanecerse. Según los pronósticos, el crecimiento para el próximo año se ubicará ligeramente por debajo del dos por ciento.
Si bien hemos caído hasta este punto, no tenemos que seguir así. El capitalismo progresista sustentado en una comprensión clara de los elementos que fomentan el crecimiento y el bienestar de la sociedad nos ofrece una opción para salir del lodazal y mejorar la calidad de vida de la población.
La calidad de vida comenzó a mejorar a finales del siglo XVIII por dos motivos principales: el desarrollo científico (descubrimos cómo aprender de la naturaleza y aprovechamos ese conocimiento para mejorar la productividad y la longevidad) y los avances en la organización social (como sociedad, aprendimos a trabajar juntos a través de instituciones como el Estado de derecho y las democracias con controles y contrapesos).
Un elemento clave en ambos casos fue la existencia de sistemas para evaluar y verificar la verdad. El peligro real y perdurable de la presidencia de Trump es el riesgo que representa para estos pilares de la economía y sociedad estadounidenses, su ataque a la idea misma del conocimiento y la experiencia, y su hostilidad hacia las instituciones que nos ayudan a descubrir y evaluar la verdad.
Existe un contrato social más amplio que hace posible que una sociedad trabaje y prospere de manera conjunta; este también se ha ido desgastando. Estados Unidos creó la primera sociedad con una verdadera clase media, pero ahora cada vez es más difícil para sus ciudadanos llevar una vida de clase media.
Nos encontramos en esta terrible situación porque olvidamos que la verdadera fuente de la riqueza de una nación es la creatividad y la innovación de su gente. Solo hay dos formas de hacernos ricos: o bien aportar al conjunto económico del país o apropiarnos de una tajada más grande de la economía al explotar a otros (por ejemplo, si abusamos del poder del mercado o aprovechamos algunas ventajas por tener información). Confundimos el trabajo arduo que crea riqueza con acciones para arrebatarles recursos a otros (o, en términos económicos, la captación de rentas) y demasiados jóvenes talentosos prefirieron hacerse ricos lo más rápido posible.
A partir de la era de Reagan, la política económica desempeñó un papel crucial en esta distopía: justo en el momento en que las fuerzas de la globalización y el cambio tecnológico se conjuntaron para hacer más marcadas las desigualdades, adoptamos políticas que agravaron esas desigualdades sociales. Con todo y que surgieron teorías económicas como la economía de la información (que aborda la inevitabilidad de tener información imperfecta), la economía conductual y la teoría del juego para explicar por qué los mercados por sí mismos generalmente no son eficientes, justos, estables ni racionales, decidimos depender más de los mercados y eliminar algunas protecciones sociales.
Como resultado, tenemos una economía en la que hay más explotación, ya sean prácticas abusivas en el sector financiero o el sector tecnológico, por ejemplo, que utilizan nuestros propios datos para aprovecharse de nosotros a costa de nuestra privacidad. En la medida en que se dejaron de aplicar de manera estricta las leyes antimonopolio y la regulación se quedó rezagada respecto a los cambios en la economía y las innovaciones para crear y apalancar el poder del mercado, los mercados se concentraron más y se hicieron menos competitivos.
La política ha sido muy importante para que el sector corporativo busque una mayor captación de rentas y produzca la consiguiente desigualdad. Los mercados no existen en un vacío; deben estructurarse mediante normas y reglamentos, cuyo cumplimiento debe exigirse. La desregulación del sector financiero abrió espacios para que los banqueros emprendieran actividades demasiado riesgosas o que involucraran más explotación. Muchos economistas comprendieron que el comercio con los países en desarrollo desplazaría a la baja los salarios estadounidenses, en especial para aquellos con pocas habilidades, y terminaría por eliminar empleos. Podríamos y deberíamos haberles ofrecido más ayuda a los trabajadores afectados —como también tendríamos que ayudar a los empleados que pierden su trabajo como consecuencia de un cambio tecnológico—, pero iba en contra de los intereses corporativos. Un mercado laboral más debilitado, de manera conveniente, se tradujo en menores costos de mano de obra en el país, que se sumaron a los negocios de mano de obra barata contratados en el extranjero.
Ahora nos encontramos en un círculo vicioso: en nuestro sistema político impulsado por el dinero, la mayor desigualdad económica produce más desigualdad política; en vista de que se han debilitado las normas y existe una mayor desregulación, se genera todavía más desigualdad económica.
Si no cambiamos de rumbo, lo más probable es que los problemas empeoren, pues las máquinas (inteligencia artificial y robots) remplazan cada vez más a personas que realizan trabajos rutinarios, incluidos muchos trabajos de los millones de estadounidenses que se ganan la vida conduciendo vehículos.
Si hubiéramos detenido la explotación en todas sus formas y hubiéramos alentado la creación de riqueza, el resultado habría sido una economía más dinámica y con menos desigualdad. Quizá podríamos haber frenado la crisis de opiáceos y evitado la crisis financiera de 2008. Si hubiéramos hecho más para mitigar el poder de los oligopolios y fortalecer el de los trabajadores, y si hubiéramos exigido a nuestros bancos rendir cuentas, quizá en Estados Unidos no imperaría una sensación de impotencia y los estadounidenses confiarían más en sus instituciones.Una vez hecho el diagnóstico, es posible saber qué medidas tomar: para empezar, es necesario reconocer el papel crucial que desempeña el Estado para lograr que los mercados estén al servicio de la sociedad. Necesitamos normas que garanticen una competencia fuerte sin explotación abusiva, de manera que se reajusten las relaciones entre las empresas y sus empleados, y también con los consumidores a quienes deberían servir. Debemos ser tan determinados para combatir el poder del mercado como el sector corporativo lo ha sido para favorecerlo.
También se requieren de acciones del gobierno en muchas otras áreas. Los mercados por sí mismos no nos protegen de algunos de los riesgos más importantes que enfrentamos, como el desempleo y la discapacidad. No pueden proporcionar de manera eficaz pensiones a costos administrativos bajos ni protegernos contra la inflación. Tampoco proporcionarán una infraestructura adecuada ni educación decente para todos ni realizarán suficientes investigaciones básicas.
El capitalismo progresista parte de un nuevo contrato social entre los votantes y los funcionarios electos, entre trabajadores y empresas, entre ricos y pobres, y entre quienes tienen trabajo y quienes están desempleados o no tienen suficiente trabajo.
Como economista, siempre me preguntan: ¿podemos ofrecerles esta vida de clase media a la mayoría de los estadounidenses o a todos? De alguna forma, lo hicimos cuando éramos un país mucho más pobre en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. En nuestra política, en nuestra participación dentro del mercado laboral y en nuestra salud ya estamos pagando el precio por nuestros errores.Parte de este nuevo contrato social es una opción pública ampliada con muchos programas que ahora proporcionan organizaciones privadas o no se ofrecen en absoluto. Fue un error no incluir la opción pública en Obamacare: habría dado más opciones y fomentado la competencia, además de bajar los precios. Pero es posible incluir opciones públicas en otras áreas, por ejemplo, el retiro y las hipotecas. Este nuevo contrato social les permitirá a la mayoría de los estadounidenses gozar de nuevo una vida de clase media.
Debemos olvidar la fantasía neoliberal de que los mercados sin restricciones traerán prosperidad para todos. Es una idea tan errónea como la noción tras la caída de la Cortina de Hierro de que éramos testigos “del fin de la historia” y pronto todos seríamos democracias liberales con economías capitalistas.
Todavía más importante es aceptar que nuestro capitalismo explotador nos ha moldeado como individuos y como sociedad. La deshonestidad desenfrenada que observamos en Wells Fargo, Volkswagen o en los miembros de la familia Sackler —que promovieron medicamentos aunque sabían que eran adictivos— es de esperarse en una sociedad que prefiere la búsqueda de ganancias porque se conduce, en palabras de Adam Smith, “como llevada por una mano invisible”, al bienestar de la sociedad, sin importar si esas ganancias se generan a partir de la explotación o de la creación de riqueza.
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