PAUL KRUGMAN
10 ENE 2020 - 17:02 CST
Tumbas cercanas a un bosque quemado en la ciudad de Mogo, Australia. ALKIS KONSTANTINIDIS REUTERS
En un mundo racional, los incendios de Australia constituirían un punto de inflexión histórico. Al fin y al cabo, es exactamente el tipo de catástrofe que los científicos nos advirtieron hace mucho que debíamos esperar si no tomábamos medidas para limitar las emisiones de gases con efecto invernadero. De hecho, un informe encargado en 2008 por el Gobierno australiano predecía que el calentamiento global haría que las temporadas de incendios comenzaran antes en el país, terminaran más tarde, y fuesen más intensas… a partir aproximadamente de 2020.
Es más, aunque parezca cruel decirlo, este desastre es inusualmente fotogénico. No hace falta estudiar gráficos y tablas de estadísticas; es un relato de terror contado por paredes de fuego y aterrados refugiados apiñados en las playas.
De modo que este debería ser el momento en el que por fin los Gobiernos estableciesen medidas urgentes para evitar la catástrofe climática. Pero el mundo no es racional. De hecho, el Gobierno antiecologista australiano parece mostrarse completamente indiferente mientras las pesadillas de los ecologistas se hacen realidad. Y los medios de comunicación antiecologistas, el imperio de Murdoch en especial, han emprendido una campaña de desinformación a gran escala que intenta echar la culpa a los pirómanos y los “verdosillos” que no dejan a los bomberos talar suficientes árboles.
Estas reacciones políticas aterran más que los propios incendios. Los optimistas climáticos siempre han esperado un consenso amplio a favor de medidas para salvar el planeta. El relato era que el problema de las acciones climáticas residía en la dificultad de llamar la atención de la ciudadanía. Se trataba de un asunto complejo, y los daños eran demasiado graduales e invisibles; además, los grandes peligros se situaban en un futuro muy distante. Pero, sin duda, en cuanto hubiese suficientes personas informadas de ellos, en cuanto las pruebas del calentamiento fuesen suficientemente abrumadoras, la acción climática dejaría de estar politizada. La crisis climática, en otras palabras, acabaría convirtiéndose en el equivalente moral de la guerra, una emergencia que trasciende a las habituales divisiones políticas.
Pero si un país en llamas no basta para producir un consenso a favor de la acción, ni siquiera para moderar las posiciones antiecologistas, ¿cómo se alcanzará ese consenso? La experiencia australiana da a entender que la negación del cambio climático persistirá contra viento y marea, es decir, pese a las olas de calor devastadoras y al aumento de las tempestades catastróficas.
Podríamos estar tentados de considerar a Australia como un caso especial, pero la misma división profunda entre partidos se produce desde hace tiempo en Estados Unidos. En la década de 1990 sin ir más lejos, demócratas y republicanos tenían prácticamente las mismas probabilidades de declarar que los efectos del calentamiento ya habían empezado. Desde entonces, las opiniones entre partidos han divergido, y los demócratas tienen cada vez más probabilidades de ver que se está produciendo un cambio climático (como de hecho ocurre), mientras que un porcentaje cada vez mayor de republicanos no ven ni oyen ningún problema relacionado con el clima.
¿Refleja esta divergencia un cambio en la composición de los partidos? Al fin y al cabo, los votantes con más formación académica se han ido decantando por los demócratas, y los que menos formación tienen, por los republicanos. ¿Es entonces cuestión de lo bien informada que esté la base de cada partido?
Probablemente no. Hay pruebas sustanciales de que los conservadores académicamente preparados y bien informados sobre política tienen más probabilidades que otros conservadores de decir cosas que no son ciertas, quizá porque es más probable que sepan lo que las élites políticas conservadoras quieren que crean. Es especialmente probable que los conservadores con altos conocimientos en ciencias y letras sean negacionistas del cambio climático.
Pero si la negación y la oposición a la acción son inamovibles incluso ante una catástrofe evidente, ¿qué esperanza hay de evitar el apocalipsis? Seamos sinceros con nosotros mismos: las cosas tienen muy mala pinta. Sin embargo, rendirse no es una opción. ¿Qué camino debemos seguir?
Clarísimamente, la respuesta es que la persuasión científica está obteniendo rendimientos drásticamente decrecientes. Muy pocos de los que ahora siguen negando la realidad del cambio climático o al menos oponiéndose a hacer algo al respecto se moverán ante una mayor acumulación de pruebas o incluso ante la proliferación de nuevos desastres. Cualquier medida que llegue a tomarse deberá emprenderse frente a la incorregible oposición de la derecha. Esto significa que la acción a favor del clima tendrá que ofrecer beneficios inmediatos a un gran número de votantes, porque las políticas que parecen exigir un sacrificio generalizado —como las que se basan en los impuestos a las emisiones de carbono— solo serían viables con el tipo de consenso político que claramente no vamos a alcanzar.
¿Cuál podría ser una estrategia política eficaz? He estado releyendo un discurso publicado en 2014 por el eminente politólogo Robert Keohane, que insinuaba que una forma de superar el punto muerto político en lo referente al clima podría ser “haciendo hincapié en enormes proyectos de infraestructuras que crearan empleo”; en otras palabras, un Nuevo Pacto Verde. Una estrategia así podría dar lugar a un “gran complejo climático-industrial”, lo que de hecho sería bueno desde el punto de vista de la sostenibilidad política.
¿Tendría éxito una estrategia semejante? No lo sé. Pero parece ser nuestra única oportunidad, teniendo en cuenta la realidad política en Australia, Estados Unidos y en otros sitios, es decir, que las fuerzas poderosas de la derecha están decididas a hacernos seguir rodando a toda velocidad por el camino hacia el infierno.
Paul Krugman es premio Nobel de Economía. © The New York Times, 2019.
Traducción de News Clips.
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