Leon Trotsky Sin Permiso
04/01/2023
La época de postguerra trajo consigo una gran difusión de la biografía psicológica1. A menudo los maestros de este arte arrancan de cuajo las raíces que unen a su personaje con su ambiente social. La fuerza motriz fundamental de la historia es atribuida a una abstracción: la personalidad. El comportamiento del animal político –como brillantemente definió Aristóteles al hombre– es reducido a pasiones e instintos personales.
La afirmación de que la personalidad es algo abstracto puede parecer absurda. ¿Lo realmente abstracto no son las fuerzas extra-personales de la historia? ¿Y puede haber algo más concreto que un hombre viviente? No obstante, insistimos en nuestra afirmación. Si se despoja a una personalidad, incluso la más dotada, del aporte del medio, la nación, la época, la clase, el grupo, la familia, sólo quedará un autómata vacío, un robot psico-fisiológico, un objeto digno para las ciencias naturales, pero no para las ciencias sociales o “humanas”.
Las causas que explican este descuido de la historia y la sociedad deben buscarse, como siempre, en la historia y en la sociedad mismas. Dos décadas de guerra, revoluciones y crisis han dado rudos golpes a la soberanía de la personalidad humana. Para pesar a escala de la historia contemporánea debido a su amplitud, todo debe ser medido en millones. Por la personalidad ofendida busca una revancha. Incapaz de luchar en igualdad de condiciones con la sociedad, le vuelve sus espaldas. Incapaz de explicarse a sí misma partiendo del proceso histórico, intenta explicar la historia tomándose a sí misma como punto de partida. Es así como los filósofos hindúes construyeron sistemas universales a partir de la contemplación de su ombligo.
La escuela de la psicología pura
La influencia de Freud sobre la nueva escuela biográfica es innegable, pero superficial. Por naturaleza, estos psicólogos de salón se dejan llevar por habladurías irresponsables. Más que el método, emplean la terminología de Freud, y no tanto para un análisis sino como para el ornamento literario.
El representante más popular de este género, Emil Ludwig 2, en sus más recientes obras innovó en este camino trillado: reemplazó el estudio de la vida y de los grandes acontecimientos de su héroe por el diálogo. Detrás de las respuestas del hombre de Estado a las preguntas que se le formulan, detrás de sus entonaciones y sus gestos, el escritor descubre sus verdaderos móviles. La conversación se convierte casi en una confesión. En su técnica, la nueva forma de acercamiento de Ludwig al héroe recuerda a la empleada por Freud para acercarse a su paciente: es cuestión de sacar a luz la personalidad con la propia colaboración de ésta. Pero a pesar de toda esta semejanza externa, ¡cuán diferentes son estos métodos en su esencia! La eficacia de la tarea de Freud se logra al precio de una heroica ruptura con toda clase de convenciones. El gran psicoanalista es despiadado. Cuando se pone manos a la obra, es como un cirujano, casi como un carnicero con las mangas arremangadas. Podrá decirse lo que se quiera, pero en su técnica no hay el menor rastro de diplomacia. Lo que menos le preocupa es el prestigio de su paciente, consideraciones de forma o cualquier otra discordancia o adornos. Por esta razón sólo puede realizar su diálogo frente a frente, sin secretario ni estenógrafa, tras puertas cerradas.
Ludwig no obra del mismo modo. Inicia una conversación con Mussolini o Stalin, con el propósito de ofrecer al mundo un auténtico retrato de sus almas. Y aún así toda la conversación se desarrolla con arreglo a un plan previamente trazado. Cada palabra es tomada por una estenógrafa. El ilustre paciente sabe muy bien lo que puede ser útil o perjudicial en este proceso. El escritor es suficientemente experimentado para distinguir las argucias retóricas y lo bastante cortés para no advertirlas. El diálogo que se desarrolla en semejantes condiciones, si se asemeja a una confesión, se parece a la realizada ante un grabador de sonidos.
Emil Ludwig tiene razón al declarar: “No comprendo nada de política”. Con esto pretende significar: “Yo estoy por encima de la política”. En realidad, es una mera fórmula de neutralidad personal o, para usar el lenguaje de Freud, es la censura interna que facilita al psicólogo su función política. De idéntica manera los diplomáticos no intervienen en la vida interna del país ante cuyo gobierno están acreditados, lo cual no les impide, en ciertas ocasiones, apoyar conspiraciones y financiar actos de terrorismo.
La misma persona, en diferentes condiciones, desarrolla distintos aspectos de su política. ¿Cuántos Aristóteles hay que cuidan cerdos y cuántos cuidadores de cerdos lucen una corona sobre su cabeza? Pero Ludwig puede resolver fácilmente, inclusive la contradicción entre bolchevismo y fascismo reduciéndola a una simple cuestión de psicología individual. Ni aun el más penetrante psicólogo podría adoptar impunemente una “neutralidad” tan tendenciosa. Dejando de lado las condiciones sociales de la conciencia humana, Ludwig se interna en el reino del mero capricho subjetivo. El “alma” no tiene tres dimensiones y por eso es incapaz de la resistencia propia de todos los otros materiales. El escritor pierde el gusto por el estudio de hechos y documentos. ¿Para qué usar estas evidencias incoloras cuando pueden ser reemplazadas por brillantes conjeturas?
En su libro sobre Stalin, así como en el dedicado a Mussolini, Ludwig permanece “ajeno a la política”. Pero esto no impide, de ninguna manera, que sus trabajos se conviertan en un arma política. ¿Un arma política para quién? En un caso, para Mussolini, en el otro, para Stalin y su grupo. La naturaleza tiene horror al vacío. Si Ludwig no se ocupa de política, ello no quiere decir que la política no se ocupe de Ludwig.
Al publicarse mi autobiografía [Mi Vida, NdE], hará unos tres años, el historiador oficial soviético Pokrovsky 3, ahora fallecido, escribió: “Debemos responder inmediatamente a este libro, encomendando a nuestros jóvenes instruidos la tarea de refutar todo cuanto pueda refutarse, etc.”. Pero es chocante que nadie, absolutamente nadie respondiera. Nada fue analizado, nada fue refutado. No había nada que refutar y no hubo nadie capaz de escribir un libro susceptible de encontrar lectores.
Como un ataque frontal se había revelado imposible, hubo que recurrir a dar un rodeo. Por supuesto, Ludwig no es un historiador de la escuela stalinista. Es un psicólogo, un biógrafo independiente. Pero un escritor ajeno a toda política puede ser el medio más conveniente para poner en circulación ideas que no podrían sobrevivir sin el apoyo de un nombre conocido. Veamos cómo esto se presenta en los hechos reales.
“Seis palabras”
Citando un testimonio de Karl Radek, Emil Ludwig relata, según aquél, el siguiente episodio: “Después de la muerte de Lenin nos hallábamos reunidos diecinueve miembros del Comité Central, esperando ansiosamente lo que nuestro desaparecido jefe iba a decirnos desde su tumba. La viuda de Lenin nos entregó una carta. Stalin la leyó. Nadie se movió durante la lectura. Cuando se llegó al pasaje relativo a Trotsky que decían: “Su pasado no-bolchevique no es accidental”, Trotsky interrumpió la lectura y preguntó: ‘¿Qué dice allí?’ La frase fue repetida. Estas fueron las únicas palabras pronunciadas en ese solemne momento”.
Y entonces, en su condición de analista y no de narrador, Ludwig hace por su propia cuenta el siguiente comentario: “Un terrible momento en el que el corazón de Trotsky debe haber dejado de latir; esta frase de seis palabras ha determinado el curso de su vida”. ¡De qué simple forma parece encontrar la llave de los enigmas de la historia! Estas líneas de Ludwig, llenas de piedad, sin duda me habrían revelado el secreto de mi destino si... esta historia de Radek-Ludwig no fuera falsa de la A a la Z, falsa en las grandes y pequeñas cosas, en lo importante y en lo intrascendente.
Por empezar, el testamento fue escrito por Lenin no dos años antes de su muerte, como afirma el autor, sino con un año de anticipación. Fue fechado el 4 de enero de 1923; Lenin falleció el 21 de enero de 1924. Su vida política cesó completamente en marzo de 1923. Ludwig habla como si el testamento nunca hubiera sido publicado completamente. Sin embargo, ha sido impreso docenas de veces, en todos los idiomas de la prensa mundial. La primera lectura oficial del testamento tuvo lugar en el Kremlin, no en una sesión del Comité Central, como Ludwig escribe, sino en el Consejo de “notables” del XIII congreso del partido, el 22 de mayo de 1924. No fue Stalin quien leyó el testamento, sino Kamenev, en su entonces permanente posición de presidente de las instituciones centrales del partido. Y finalmente –y lo que es más importante– yo no interrumpí la lectura con una exclamación inquietante ya que no tenía ninguna razón para hacerlo.
Las palabras que Ludwig ha escrito al dictado de Radek no se hallan en el texto del testamento. Son pura invención. Por difícil que resulte creerlo, estos son los hechos.
Si Ludwig no hubiera sido tan poco cuidadoso en cuanto a los fundamentos reales de sus representaciones psicológicas, habría podido sin dificultad, obtener un ejemplar del texto exacto del testamento, estableciendo los hechos y fechas necesarias, evitando de este modo estos miserables errores de los que desgraciadamente está lleno su trabajo acerca del Kremlin y los bolcheviques.
El llamado testamento de Lenin, fue escrito en momentos diferentes, separados por un intervalo de diez días: el 25 de diciembre de 1922 y el 4 de enero de 1923. Al principio sólo dos personas conocían su existencia: la estenógrafa, M. Volodicheva, que lo escribió al dictado y la esposa de Lenin, N. Krupskaia. Durante mucho tiempo, mientras permaneció una luz de esperanza en cuanto al mejoramiento de la salud de Lenin, Krupskaia mantuvo el documento bajo llave. Después de la muerte de Lenin, no mucho antes del XIII congreso, aquélla entregó el testamento al Secretariado del Comité Central para que, por intermedio del Congreso, fuera dado a conocer al partido, al cual estaba destinado.
Ya entonces el aparato del partido se hallaba de manera semioficial en manos de la “troika” Zinoviev-Kamenev-Stalin, de hecho, en manos de Stalin. La “troika” se manifestó decididamente contra la lectura del testamento en el congreso, por motivos no muy difíciles de comprender. La Krupskaia insistió. En esta etapa, la discusión se daba entre bastidores. La cuestión fue diferida para una reunión de “notables” del congreso, es decir, los dirigentes de las delegaciones provinciales. Fue allí cuando los miembros oposicionistas del Comité Central por primera vez se informaron de la existencia del testamento, yo entre ellos. Después de haber adoptado la resolución de que nadie tomara notas, Kamenev comenzó a leer el texto en voz alta. Entre los oyentes la tensión era extrema. Pero en la medida en que puedo restablecer la escena de memoria, debo decir que quienes ya conocían el contenido del documento eran, de lejos, los más ansiosos.
La “troika” hizo presentar a través de uno de sus hombres, una resolución previamente acordada con los dirigentes provinciales: el documento sería leído separadamente a cada delegación en una sesión ejecutiva; nadie podría tomar notas; en la sesión plenaria del Congreso, el testamento no sería mencionado. Con la cortés insistencia que le era característica, la Krupskaia sostuvo que ésta era una violación directa de la voluntad de Lenin, a quien nadie podía negar el derecho de exponer sus últimas advertencias al partido. Pero los miembros del Consejo de “notables”, ligados por una disciplina fraccional, se obstinaron: la resolución de la “troika” fue adoptada por una gran mayoría.
Para comprender la significación de estas míticas y místicas “seis palabras” que se supone han decidido mi destino, es preciso recordar ciertas circunstancias pasadas y presentes. Ya en el período de agudas disputas acerca de la Revolución de Octubre, algunos “viejos bolcheviques” del ala derecha, más de una vez hicieron notar con disgusto que Trotsky, después de todo, era bolchevique desde hacía poco tiempo. Lenin se levantó siempre contra estas voces. Trotsky comprendió hace mucho que la unión con los mencheviques era imposible –dijo, por ejemplo, el 14 de noviembre de 1917– “y desde entonces no ha habido mejor bolchevique que él”. En labios de Lenin estas palabras tienen un significado. Dos años más tarde, explicando en una carta a los comunistas extranjeros las condiciones bajo las cuales se había desarrollado el bolchevismo, los desacuerdos y escisiones, Lenin destacaba que en el momento decisivo de la conquista del poder y la creación de la República Soviética el bolchevismo se mostró unido y atrajo todo lo que había de mejor entre las corrientes del pensamiento socialista más afines a él. No había ninguna corriente más afín al bolchevismo, ni en Rusia ni en Occidente, que la que representé hasta 1917. Mi unión con Lenin había sido predeterminada por la lógica de las ideas y de los acontecimientos. En el momento decisivo, el bolchevismo reunió en sus filas “a los mejores elementos ‘dentro de las tendencias’ más afines a él”. Tal fue la apreciación del problema hecha por Lenin. No tengo ninguna razón para disentir con él.
Durante los dos meses de discusión sobre la cuestión de los sindicatos (invierno de 1920-21)4, Stalin y Zinoviev intentaron nuevamente hacer correr rumores sobre el pasado no-bolchevique de Trotsky. En respuesta, los dirigentes más impetuosos del campo opuesto, recordaron a Zinoviev su conducta durante la insurrección de Octubre. Repensando todo esto en su lecho de muerte, y preguntándose acerca de si se cristalizarían las relaciones sin él en el partido, Lenin no podía dejar de prever que Stalin y Zinoviev procurarían utilizar mi pasado no-bolchevique para movilizar a los viejos bolcheviques contra mí. El testamento se esfuerza, entre otras cosas, también por prevenir este peligro. He aquí lo que dice inmediatamente después de su caracterización de Stalin y Trotsky: “No caracterizaré a los demás miembros del Comité Central por lo que respecta a sus cualidades personales. Únicamente recordaré que el episodio de Octubre de Zinoviev y Kamenev no fue, en modo alguno casual pero que, al igual que el no-bolchevismo de Trotsky, no debe utilizarse como un reproche personal”. Esta advertencia de que el episodio de Octubre no fue casual persigue un propósito claramente definido: advertir al partido que en circunstancias críticas Zinoviev y Kamenev podían demostrar de nuevo carencia de firmeza. Esta advertencia no se relaciona, sin embargo, con la observación acerca de Trotsky. En cuanto a mí, sencillamente recomienda no usar mi pasado no-bolchevique como un argumento ad hominem. Por ello es que yo no tenía motivos para formular la pregunta que Radek me atribuye. La hipótesis de Ludwig según la cual mi corazón “detuvo sus latidos” también se desploma por falta de base. El testamento, escrito para guiar el trabajo partidario, no me creaba la menor dificultad.
Como veremos más adelante, perseguía un propósito exactamente opuesto.
Las relaciones mutuas entre Stalin y Trotsky
El tema central del testamento, que ocupa dos páginas escritas a máquina, está dedicado a la caracterización de las relaciones mutuas entre Stalin y Trotsky, “los dos dirigentes más capacitados del presente Comité Central”. Habiendo subrayado las “excepcionales capacidades” de Trotsky (“el hombre más capaz del actual Comité Central”), Lenin señala inmediatamente sus rasgos adversos: “excesiva confianza en sí mismo” y “propensión a dar un lugar excesivo al aspecto administrativo de las cosas”. Por serias que en sí mismas puedan ser las faltas señaladas –subrayo al pasar– no tienen relación alguna con la “subestimación de los campesinos” o la “carencia de confianza en las fuerzas internas de la revolución”, o cualquiera otra invención de los epígonos en los últimos años.
Por otra parte, Lenin escribió: “Al convertirse en secretario general el camarada Stalin ha concentrado en sus manos un poder enorme y no estoy convencido que sepa emplearlo siempre con la suficiente prudencia”.
No se trata aquí de la influencia política de Stalin, que en ese período era insignificante, sino del poder administrativo que había concentrado en sus manos “al convertirse en secretario general”. Es ésta una fórmula muy exacta y sabiamente examinada: volveremos a referirnos a ella.
El testamento insiste sobre la necesidad de aumentar a cincuenta el número de miembros del Comité Central, o incluso a cien, para que esta creciente presión pudiera contrarrestar las tendencias centrífugas del Buró Político. Esta propuesta organizativa aún tiene la apariencia de una garantía neutral contra los conflictos personales. Pero apenas diez días más tarde le pareció a Lenin inadecuado y agregó una propuesta suplementaria que dio también a todo el documento su fisonomía final: “...Propongo a los camaradas que reflexionen sobre el medio de desplazar a Stalin de este cargo y nombren en su lugar a otro hombre que lo supere en todos los aspectos, que se distinga del camarada Stalin por su superioridad, es decir, que sea más paciente, más leal, más afable y más atento con los compañeros, menos caprichoso, etc.”.
Durante los días en que el testamento fue dictado, Lenin aún trataba de dar a su apreciación crítica de Stalin una expresión menos exacerbada. En las semanas siguientes el tono ascendió cada vez más, hasta su última hora en que su voz cesó para siempre. Pero incluso en el testamento dice bastante sobre esto como para motivar la exigencia de un reemplazo del secretario general: Stalin no sólo es acusado de caprichoso y descortés, sino también de falta de lealtad. A esta altura la caracterización se convierte en una grave acusación.
Como se verá más tarde, el testamento no pudo ser una sorpresa para Stalin. Pero esto no amortiguó el golpe. En su primer conocimiento del documento, en el secretariado, ante el círculo de sus más estrechos asociados, Stalin dejó escapar una frase que dejaba correr libremente sus verdaderos sentimientos hacia el autor del testamento. Las condiciones en que esta frase se difundió en los más amplios círculos y, sobre todo, la calidad inimitable de la reacción en sí misma, son para mí una absoluta garantía de la autenticidad del episodio. Desgraciadamente, esta frase etérea no podría ser impresa.
La conclusión del testamento demuestra sin error posible dónde, según la opinión de Lenin, estaba el peligro. Reemplazar a Stalin –sólo a él y a nadie más que a él– significaba amputarle del aparato, impedirle la posibilidad de presionar la larga manga de la palanca, privarle de todo el poder que había concentrado en sus manos desde su cargo. ¿Quién sería designado entonces secretario general? Alguien que, teniendo las condiciones positivas de Stalin, fuera más paciente, más leal, menos caprichoso. Esta fue la frase que golpeó más duramente a Stalin. Era evidente que Lenin, no le consideraba irremplazable desde que proponía que buscáramos una persona más adecuada para su cargo. Presentando su renuncia formal, el secretario general caprichosamente seguía repitiendo: “Bien, soy rudo; Ilich sugiere que ustedes busquen otro que se diferencie de mí sólo en su mayor amabilidad. ¡Bien! ¡Sólo tienen que encontrarlo!”.
“No te preocupes –respondió la voz de uno de sus amigos de entonces–. No tememos a la rudeza. Todo nuestro partido es rudo, proletario”. Se atribuía así a Lenin, indirectamente, una concepción de salón de la delicadeza. En cuanto a la acusación de deslealtad, ni Stalin ni sus amigos tenían una palabra que decir. No carece de interés saber que la voz de apoyo partió de A. P. Smirnov, el comisario del pueblo de Agricultura, ahora excomulgado por oposicionista de derecha. ¡Decididamente, la política es muy ingrata!
Radek, que era todavía miembro del Comité Central, estaba sentado a mi lado durante la lectura del testamento. Cediendo fácilmente a los impulsos del momento y falto de un control de sí mismo, se enardeció inmediatamente cuando escuchó el testamento e inclinándose hacia mí, me dijo: “Ellos no se aventurarán por ahora a atacarlo a usted”. Le respondí: “Por el contrario, irán hasta límites extremos y, por otro lado, lo más rápidamente que les sea posible”. Los días inmediatamente posteriores al XIII congreso demostraron que mi juicio era el más sensato. La “troika” se veía obligada a prever las posibles repercusiones del testamento colocando al partido cuanto antes frente a un hecho consumado. La misma lectura del documento a las delegaciones locales, sin la admisión de “extraños”, fue convertida en una lucha abierta contra mí. Los dirigentes de las delegaciones cuando leyeron, escamotearon algunas palabras, subrayaron otras, y hacían comentarios tendientes a dar la sensación de que la carta había sido escrita por un hombre seriamente enfermo y bajo la influencia de intrigas y maniobras. El aparato estaba ya completamente bajo control. El simple hecho de que la “troika” fuera capaz de transgredir la voluntad de Lenin, negándose a leer su carta al Congreso, caracteriza suficientemente la composición de este último y su atmósfera. El testamento no debilita ni detiene la lucha interior sino que, por el contrario, le imprime un ritmo catastrófico.
La actitud de Lenin hacia Stalin
La política es obstinada. Obliga incluso a ponerse a su servicio a aquellos que ostensiblemente le vuelven la espalda. Ludwig escribió: “Stalin siguió fervientemente a Lenin hasta su muerte”. Si esta frase quiere simplemente expresar la poderosa influencia de Lenin sobre sus discípulos, inclusive Stalin, no habría ningún problema. Pero Ludwig quiere decir algo más. Quiere sugerir que una afinidad de pensamiento particular existía entre el maestro y su discípulo. Como un testimonio de valor excepcional, Ludwig cita al respecto las palabras del propio Stalin: “Sólo soy un discípulo de Lenin y mi objetivo es ser digno de mi maestro”. Es verdaderamente lamentable que un psicólogo profesional emplee, sin espíritu crítico, una frase banal, cuya modestia puramente convencional no contiene un átomo de verdad. Ludwig se convierte aquí en un simple transmisor de la leyenda oficial creada durante los últimos años. Dudo que tenga la más remota idea de las contradicciones a que lo ha llevado su indiferencia hacia a los hechos. Si Stalin había seguido verdaderamente a Lenin hasta su muerte, ¿cómo explicar entonces que el último documento dictado por éste, en vísperas de su segundo ataque, fuera una breve carta dirigida al primero, en total unas pocas líneas, rompiendo toda relación personal de camaradería? Este hecho, único en su género en la vida de Lenin –de ruptura definitiva con uno de sus colaboradores más próximos–, debe haber tenido causas psicológicas muy serias y sería, por lo menos, incomprensible en las relaciones con un discípulo que habría seguido “con fervor” a su maestro hasta el final. Y no obstante, Ludwig no dice una palabra acerca de esto.
Cuando la carta de Lenin de ruptura con Stalin se difundió ampliamente entre los dirigentes del partido, en la época en que la “troika” se dislocó, Stalin y sus más íntimos amigos, no tuvieron otra salida que resucitar la vieja historia sobre la gravedad de la enfermedad de Lenin. De hecho, el testamento, así como la carta de ruptura, fueron escritos durante estos mismos meses (de diciembre de 1922 a comienzos de marzo de 1923) en los que Lenin, en una serie de artículos programáticos, dio al partido los más maduros frutos de su pensamiento. La ruptura con Stalin no cayó del cielo. Era el resultado de una larga serie de conflictos precedentes, tanto sobre cuestiones de principios como prácticas e ilumina con una luz trágica toda la acritud de estos conflictos.
Sin duda alguna, Lenin apreciaba mucho algunos rasgos de Stalin: su firmeza de carácter, tenacidad, obstinación, aun su crueldad y astucia, condiciones necesarias en una guerra y, por tanto, en un Estado Mayor. Pero Lenin estaba lejos de pensar que estas características, incluso en una escala extraordinaria, fueran suficientes para dirigir el partido y del Estado. Lenin veía en Stalin un revolucionario, pero no un hombre de Estado de gran envergadura. La teoría tenía para Lenin una alta importancia en la lucha política. Nadie consideraba a Stalin un teórico y él mismo, hasta 1924, nunca manifestó ninguna pretensión de este tipo. Por el contrario, la debilidad de su formación teórica sólo era conocida en un círculo restringido. Stalin no conocía Occidente; no hablaba ningún idioma extranjero. Jamás participó en la discusión de los problemas del movimiento obrero internacional. Y finalmente –aunque sea lo menos importante pero no carente de un cierto significado– no era, en el sentido estricto del término, escritor ni orador. Sus artículos, a pesar de la cautela del autor, no sólo están llenos de ingenuidades y torpezas teóricas, sino también de errores groseros contra la lengua rusa. El valor de Stalin a los ojos de Lenin residía en su rol en la esfera administrativa y en el manejo del aparato del partido. Pero inclusive en esto Lenin tenía importantes reservas, y éstas aumentaron durante el último período.
Lenin despreciaba a los moralistas idealistas. Pero esto no le impedía ser muy riguroso en cuanto a la moral revolucionaria, es decir, con las reglas de conducta que consideraba necesarias para el éxito de la revolución y la creación de la nueva sociedad. En la rigurosidad de Lenin, que fluía libre y naturalmente de su carácter, no había una gota de pedantería, santurronería o intolerancia. Conocía muy bien a los hombres y los tomaba tal cual eran. Combinaba los defectos de unos con las virtudes de otros, y algunas veces incluso con sus defectos, sin dejar nunca de estudiar atentamente lo que resultaba de ello. También sabía que las cosas cambian, y nosotros con ellas. El partido había dado un salto fenomenal de la ilegalidad a las alturas del poder. Esto creaba para todos los viejos revolucionarios un cambio extremadamente brusco tanto en su situación personal como en las relaciones con los demás. Lo que Lenin descubrió en Stalin bajo estas nuevas condiciones lo dijo cuidadosa pero de manera completamente clara en su testamento: una falta de lealtad y una inclinación al abuso del poder. Ludwig no presta atención a estas alusiones. Y, sin embargo, es en ellas donde puede hallarse la clave de las relaciones entre Lenin y Stalin en el último período.
Lenin no era solamente un teórico y un técnico de la dictadura revolucionaria, sino también un atento guardián de sus fundamentos morales. Toda alusión referente al empleo del poder en beneficio de intereses personales encendía amenazadoramente sus ojos. “¿Cómo eso puede pretender ser mejor que el parlamentarismo burgués?”, preguntaba, expresando de una forma más concreta su indignación. Y frecuentemente añadía con respecto al parlamentarismo una de sus sorprendentes definiciones. Mientras tanto, Stalin empleaba cada vez más amplia y arbitrariamente las posibilidades de la dictadura revolucionaria para reclutar gentes personalmente devotas y con obligaciones hacia él. En su condición de secretario general se convirtió en el distribuidor de los favores y la fortuna. Esa era la base de un conflicto inevitable. Lenin perdió, poco a poco, su confianza moral en Stalin. Si se tiene en cuenta este hecho fundamental, entonces todos los episodios particulares del último período se ubican ajustadamente en su lugar y se tiene una apreciación real y no falsa de la actitud de Lenin hacia Stalin.
Sverdlov y Stalin como tipos de organizador
Para dar al testamento su verdadero lugar en el desarrollo del partido, es preciso hacer aquí una digresión. Hasta la primavera de 1919, el principal organizador del partido había sido Sverdlov. No gozaba de la denominación de secretario general, nombre que hasta entonces no se había inventado, pero en realidad ejercía esa función. Sverdlov murió a los 34 años de edad en marzo de 1919, de una enfermedad llamada entonces gripe española. Con la prolongación de la guerra civil y la epidemia, que se cobraban sus víctimas, el partido apenas advirtió la gravedad de esta pérdida.
En dos discursos pronunciados con ocasión de su muerte, Lenin hizo un elogio de Sverdlov, elogio que también arroja luz sobre sus últimas relaciones con Stalin. “En el curso de nuestra revolución, en sus victorias –decía– ha correspondido a Sverdlov expresar más plena e integralmente que cualquier otro la esencia misma de la revolución proletaria”. Sverdlov fue “ante todo y sobre todo un organizador”. Este modesto obrero, que trabajó en la ilegalidad, que no era ni un teórico ni un escritor, se convirtió en poco tiempo en un organizador que adquirió una autoridad indiscutible: un organizador de todo el poder soviético en Rusia y del trabajo del partido, y comprendió ese trabajo mejor que nadie. A Lenin no le gustaban las exageraciones en las celebraciones o las oraciones fúnebres. Su elogio a Sverdlov fue al mismo tiempo una caracterización de las tareas del organizador: “Sólo gracias a que hemos contado con un organizador tal como Sverdlov fuimos capaces de trabajar en tiempos de guerra, como si no hubiéramos tenido un solo conflicto digno de mención”.
Y así fue, en efecto. En conversaciones sostenidas por entonces con Lenin subrayamos más de una vez, con creciente satisfacción, una de las principales condiciones de nuestro éxito: la unidad y solidaridad del grupo dirigente. No obstante la terrible presión de las dificultades y acontecimientos, lo nuevo de los problemas y los agudos desacuerdos que estallaban en el momento, el trabajo se proseguía sin interrupciones, en un clima de extraordinaria armonía y camaradería. En pocas palabras recordábamos algunos episodios de las viejas revoluciones: “No, entre nosotros las cosas marchan mejor”. “Esta es la única garantía de nuestra victoria”. La solidez de la dirección había sido preparada por toda la historia del bolchevismo, y era sostenida por la autoridad indiscutible de los jefes y, sobre todo, de Lenin. Pero el mecanismo interno de esta unanimidad sin precedentes había tenido como principal técnico a Sverdlov. El secreto de su arte era simple: se guiaba por los intereses de la causa y sólo por ellos. Ningún obrero del partido temía que desde el Estado Mayor se deslizaran intrigas. La base de la autoridad de Sverdlov era su lealtad.
Habiendo pasado en revista las cualidades de todos los dirigentes del partido, Lenin en su discurso sacó la siguiente conclusión: “Jamás podremos reemplazar a un hombre como este, si por reemplazo entendemos hallar un camarada que reúna tan grandes cualidades... Las tareas que cumplía él solo, únicamente podrán ser cumplidas ahora por todo un grupo de camaradas que seguirán su ejemplo y continuarán su obra”. Estas palabras no eran una mera fórmula retórica, sino estrictamente una propuesta práctica. Y la propuesta fue aceptada. En lugar de un solo secretario, se designó un secretariado integrado por tres camaradas.
Estas palabras de Lenin muestran, evidentemente, incluso a los no que no conocen la historia del bolchevismo, que durante la vida de Sverdlov, Stalin no desempeñó un papel dirigente en el aparato del partido ni durante la Revolución de Octubre ni en el período en que se echaron los fundamentos del Estado soviético. Stalin tampoco fue incluido en el primer secretariado que reemplazó a Sverdlov.
En el X Congreso, dos años después de la muerte de Sverdlov, Zinoviev y otros, no sin una secreta reticencia teniendo en cuenta la lucha contra mí, apoyaron la candidatura de Stalin para secretario general –esto es, lo colocaron “de jure” en la posición que Sverdlov había ocupado “de facto”. Lenin habló en un pequeño círculo contra este proyecto, expresando su temor de que “este cocinero sólo nos prepare platos picantes”. Esta sola apreciación, comparada con el carácter de Sverdlov, nos revela todas las diferencias entre los dos tipos de organizadores: el uno, infatigable en limar conflictos, facilitando el trabajo del comité y, el otro, un especialista en platos picantes sin temor a sazonarlos en su momento con veneno real. Si Lenin no llevó en marzo de 1921 su oposición al extremo –esto es, no apeló abiertamente al congreso contra la candidatura de Stalin–, fue porque el puesto de secretario, inclusive “general”, en las condiciones entonces predominantes, cuando el poder y la influencia estaban concentrados en el Buró Político, tenía una capacidad muy limitada. Quizá también Lenin, como muchos otros, no advirtió a tiempo toda la importancia del peligro.
Hacia fines de 1921 la salud de Lenin empeoró mucho. El 7 de diciembre, al abandonar su trabajo, por insistencia de su médico, aunque poco inclinado a quejarse, escribió a los miembros del Buró Político: “Partiré hoy. No obstante mi reducida cuota de trabajo y la aumentada cuota de descanso, en estos últimos días el insomnio ha tomado proporciones espantosas. Temo que no pueda hablar en el Congreso del partido ni en el de los soviets”. Durante cinco meses Lenin se vio arrastrado, separado en parte de su trabajo por los médicos y amigos, por continua inquietud acerca de los problemas del partido, en constante lucha con su prolongada enfermedad. En mayo tuvo el primer ataque. Durante dos meses se vio imposibilitado de hablar, escribir o moverse. En julio comenzó lentamente a mejorar. Siempre desde su permanencia en el campo inició, gradualmente, una activa correspondencia. En octubre volvió al Kremlin y oficialmente reanudó su tarea.
“Para todo hay compensación –escribe en el borrador de un futuro discurso–. He permanecido tranquilo por espacio de medio año mirando las cosas ‘desde afuera’”. Lenin quería decir: “anteriormente he permanecido excesivamente sujeto a mi puesto y se me han escapado muchas cosas; esta larga interrupción me ha permitido ahora ver muchos hechos con nuevos ojos”. Lo que más le intranquilizaba, indudablemente, era el monstruoso crecimiento del poder burocrático, cuyo foco había llegado a ser el Buró de Organización del Comité Central.
La necesidad de desplazar al cocinero que se especializaba en la preparación de platos picantes se hizo clara para Lenin inmediatamente después de su retorno al trabajo. Pero esta cuestión personal se había complicado notablemente. Lenin no podía dejar de ver cuan ampliamente su ausencia había sido utilizada por Stalin para una elección unilateral de miembros del aparato, a menudo en detrimento total de los intereses de la causa.
El secretario general era ahora apoyado por una potente fracción ligada por relaciones que no por no ser ideológicas eran menos sólidas. Un cambio en la dirección del aparato del partido ya se había hecho imposible sin la preparación de un serio ataque político. Fue en este momento que tuvo lugar la conversación “conspirativa” entre Lenin y yo con el objetivo de una lucha combinada contra el burocratismo del partido y de los soviets, y su propuesta de un “bloque” contra el Buró de Organización, bastión principal de Stalin en ese tiempo. El hecho mismo de esta conversación, así como su contenido, pronto se reflejó en documentos y constituye un episodio innegable en la historia del partido, no puesto en duda por nadie.
Sin embargo, apenas unas semanas después la salud de Lenin declinó nuevamente. No solamente el trabajo continuo, sino también las conversaciones importantes con los camaradas le fueron otra vez prohibidas por sus médicos. Tenía que reflexionar sobre nuevos medios de lucha, solo y entre cuatro paredes. Para controlar los entretelones de las actividades del Secretariado, Lenin preparaba algunas medidas generales de carácter organizativo. De este modo surgió el proyecto de crear un centro del partido que gozase de la máxima autoridad, bajo la forma de una Comisión de Control, compuesta por miembros del partido experimentados y dignos de confianza. Aquellos que, completamente independientes desde el punto de vista jerárquico, es decir, ni administradores ni empleados, tuvieran la calidad para intervenir si la legalidad y la democracia en el partido y en los soviets eran violadas, y si se producían atentados contra la moralidad revolucionaria. Podrían actuar contra todo funcionario sin excepción, no sólo los del partido, incluidos los miembros del Comité Central, sino que también, a través de la Inspección Obrera y Campesina, contra los altos funcionarios del Estado.
El 23 de enero, por intermedio de N. Krupskaia, Lenin envió a la Pravda un artículo acerca de su propuesta de reorganización de las instituciones centrales. Temiendo un traicionero y repentino ataque de su enfermedad y una respuesta no menos traidora del Secretariado, Lenin exigió que el artículo fuera publicado inmediatamente: esto implicaba una apelación directa al partido. Stalin se negó a acceder a este requerimiento de Krupskaia alegando la necesidad de discutir el asunto en el Buró Político. Formalmente, esto significaba nada más que postergar la cuestión por un día. Pero el procedimiento mismo de someterlo al Buró Político no presagiaba nada bueno. Por indicación de Lenin Krupskaia se dirigió a mí en busca de colaboración. Exigí una reunión inmediata del Buró Político. El temor de Lenin se vio completamente confirmado: todos los miembros titulares y suplentes presentes en la reunión: Stalin, Molotov, Kuibishev, Rikov, Kalinin y Bujarin5 no solamente se pronunciaron contra la reforma propuesta por Lenin, sino también contra la publicación de su artículo. Para consolar al enfermo, a quien cualquier aguda excitación nerviosa amenazaba con un desastre, Kuibishev, el futuro dirigente de la Comisión Central de Control, propuso que se imprimiera un número especial de la Pravda con el artículo de Lenin, pero un solo ejemplar. Este era el “fervor” que esta gente demostraba por su maestro. Rechacé con indignación la propuesta de engañar a Lenin, hablando principalmente en favor de la reforma propuesta por este último y exigiendo la inmediata publicación del artículo. Fui apoyado por Kamenev, que llegó una hora más tarde. La mayoría, finalmente renunció a su posición, impresionada por el siguiente argumento: Lenin de todas formas haría circular su artículo, sería impreso y leído con mayor interés y así apuntaría más directamente contra el Buró Político.
El artículo apareció en la Pravda de la mañana siguiente, el 25 de enero. Este incidente también ha dejado huellas, oportunamente en su momento en los documentos oficiales, sobre la base de los cuales hemos escrito lo que he relatado.
En general, considero necesario subrayar que, como no pertenezco a la escuela de la psicología pura y puesto que estoy acostumbrado a confiar en los hechos firmemente establecidos antes que en su reflejo emocional en la memoria, toda la presente exposición, con excepción de los hechos especialmente indicados, ha sido realizada basándome en los documentos que tengo archivados y con una cuidadosa verificación de fechas, testimonios y circunstancias en su conjunto.
Los desacuerdos entre Lenin y Stalin
La lucha de Lenin contra Stalin no fue llevada adelante sólo en el plano organizativo. El pleno de noviembre del Comité Central (1922), que sesionó sin la presencia de Lenin ni la mía, introdujo inesperadamente un cambio radical en el sistema del comercio exterior, minando las mismas bases del monopolio del Estado. En una conversación con Krassin, entonces comisario del pueblo del Comercio Exterior, me referí a esa resolución del Comité Central aproximadamente en estos términos: “No solamente han desfondado el barril, sino que le han hecho varios agujeros”. Lenin se enteró de esto. El 19 de diciembre me escribió: “Le pido a usted encarecidamente asuma en el próximo pleno la defensa de nuestro común punto de vista respecto de la incondicional necesidad de preservar y reforzar el monopolio... El pleno anterior adoptó en este asunto una resolución totalmente en contradicción con el monopolio del comercio exterior”. Negándose a hacer concesión alguna en esta cuestión, Lenin insistió en que yo apelara al Comité Central y al Congreso. El golpe iba dirigido fundamentalmente contra Stalin, responsable como secretario general de los problemas presentados en los plenos del Comité Central. En ese momento sin embargo, las cosas no llegaron hasta el punto de una lucha decidida. Sintiendo el peligro, Stalin se retiró sin ofrecer batalla y sus amigos, con él. En el pleno de diciembre la resolución tomada en noviembre fue derogada. “Parece que hemos tomado la posición sin disparar un tiro, simplemente por medio de maniobras”, me escribió Lenin bromeando, el 21 de diciembre.
Los desacuerdos en la esfera de la cuestión nacional fueron aún más agudos. En el otoño de 1922, preparábamos la transformación del Estado soviético en una Unión Federativa de Repúblicas nacionales. Lenin creía necesario ir lo más lejos que fuera posible para satisfacer las reivindicaciones y exigencias de las nacionalidades que, habiendo vivido durante largos años bajo la opresión, aún no habían sido satisfechas. Stalin, por otra parte, que en su condición de comisario del pueblo de las Nacionalidades dirigía el trabajo preparatorio, llevaba a este nivel una política de centralismo burocrático. Lenin, convaleciente en una aldea cercana a Moscú, mantenía una polémica con este último en cartas dirigidas al Buró Político. En sus primeros comentarios sobre el proyecto de Stalin para una unión federativa, Lenin fue extremadamente conciliador y moderado. Todavía esperaba –a fines de sep- tiembre de 1922– resolver la cuestión mediante el Buró Político y sin necesidad de un conflicto abierto. Las respuestas de Stalin, por su parte, revelaban una evidente irritación. Le reprochaba a Lenin “su impaciencia” y también lo acusaba de “liberalismo” nacional, es decir, de indulgencia hacia los nacionalistas. Esta correspondencia, aunque en extremo interesante políticamente, aún se le oculta al partido.
La política nacional burocrática ya por entonces había provocado una fuerte oposición en Georgia uniendo contra Stalin y su “mano derecha”, Orjonikidze6, a la flor del bolchevismo georgiano. Por intermedio de la Krupskaia, Lenin se puso en comunicación con los dirigentes de la oposición georgiana (Mdivani, Majaradze, etc.) contra la fracción de Stalin, Orjonikidze y Dzerjinsky7. La lucha en los territorios alejados era muy aguda y Stalin se hallaba demasiado ligado a determinados grupos para retirarse en silencio, como lo había hecho en la cuestión del monopolio del comercio exterior. En el transcurso de las semanas siguientes, Lenin comenzó a convencerse que era necesario recurrir al partido. A fines de diciembre dictó una larga carta sobre la cuestión nacional destinada a reemplazar su discurso ante el Congreso del partido, si su enfermedad le impedía participar del mismo.
Lenin acusaba a Stalin de improvisación administrativa y resentimiento contra un pretendido nacionalismo. “En política –escribía en términos moderados– el resentimiento generalmente desempeña el papel más nefasto”. Lenin calificaba la lucha contra las justas reivindicaciones –por más exageradas que éstas pudieran ser– de las nacionalidades anteriormente oprimidas como una manifestación de burocratismo “gran ruso”. Por primera vez llamaba a sus adversarios por su nombre: “Por supuesto, es necesario contener a Stalin y Dzerjinsky, políticamente responsables de toda esta campaña debida pura y simplemente al nacionalismo gran ruso”. Que el gran ruso Lenin, acuse a los georgianos Djugashvili [Stalin] y al polaco Dzerjinsky de nacionalismo gran ruso puede parecer paradójico: pero no se trata aquí de sentimientos y parcialidades nacionales sino de dos sistemas políticos cuyas diferencias se revelan en todas las esferas, incluso la cuestión nacional. Condenando implacablemente los métodos de la fracción stalinista, Rakovsky8 escribiría algunos años después: “En la cuestión nacional, como en todas las demás, la burocracia parte del punto de vista de la conveniencia y de los reglamentos administrativos”. No podría decirse nada mejor.
Las concesiones verbales de Stalin no tranquilizaron a Lenin en lo más mínimo sino que, por el contrario, agudizaron sus sospechas. “Stalin aceptará un compromiso corrupto –me advertía por intermedio de su secretaria– y después nos mentirá”. Y éste era, precisamente, el juego de Stalin. Estaba dispuesto a aceptar en el próximo congreso cualquier formulación teórica de la política nacional a condición de que ello no debilitara las bases de su fracción en el centro y en provincias. Seguramente, tenía muchas razones para temer que Lenin advirtiera clara y totalmente sus planes. Pero, por otra parte, el estado de salud de este último empeoraba constantemente. Stalin incluía fríamente en sus cálculos este factor no sin importancia. A medida que la salud de Lenin empeoraba, la práctica política del secretariado general se hacía más decidida. Stalin trataba de aislar a este crítico molesto, privándolo de toda información susceptible de proporcionarle un arma contra el secretario y sus aliados. Esta política de bloqueo, naturalmente, fue dirigida contra las personas más cercanas a Lenin. Krupskaia hacía todo lo posible por proteger al enfermo contra con las maquinaciones hostiles del secretariado. Pero Lenin sabía cómo deducir toda una situación de síntomas accidentales. Conocía muy bien las actividades de Stalin, sus motivos y sus cálculos. No es difícil imaginar qué reacciones provocarían en su pensamiento. Debemos recordar que en ese momento ya se hallaban sobre el escritorio de Lenin, al lado del testamento que reclamaba con insistencia la separación de Stalin, estos documentos referentes a la cuestión nacional que las secretarias de Lenin, compañeras Fotieva y Gliasser, reflejando el estado de ánimo de su jefe, describieron como “una bomba contra Stalin”.
Seis meses de lucha
Lenin desarrolló su idea sobre el rol de la Comisión de Control: la consideraba la guardiana de los estatutos y de la unidad del partido y ligaba su actividad con el problema de la reorganización de la Inspección Obrera y Campesina (Rabkrin), cuyo dirigente durante varios años había sido Stalin9. El 4 de marzo, la Pravda publicaba un artículo famoso en la historia del partido, titulado: “Más vale menos pero mejor”10. Lenin había retomado varias veces este trabajo. No le gustaba ni podía dictar. Tuvo muchas dificultades para escribir este artículo. Por fin el 2 de marzo lo terminó con satisfacción: “¡Al fin me parece bien!” Este artículo planteaba la reforma de las instituciones dirigentes del partido en relación con una amplia perspectiva política tanto nacional como internacional. Pero no podemos aquí detenernos en este aspecto de la cuestión. Mucho más importante para nuestro tema es sin embargo, la apreciación verbal formulada por Lenin sobre la Inspección Obrera y Campesina: “Hablemos francamente. El Comisariado del Pueblo de la Inspección Obrera y Campesina no goza en la actualidad ni de una sombra de autoridad. Todo el mundo sabe que no existe una institución peor organizada que la Inspección Obrera y Campesina y que en las actuales condiciones nada puede requerirse a este Comisariado”. Esta alusión extremadamente ácida del jefe de gobierno a una de las más importantes instituciones del Estado, era un golpe directo e implacable contra Stalin como organizador y dirigente de esta Inspección. La razón de este ataque ahora era clara. La Inspección estaba destinada a servir principalmente como un antídoto a las desviaciones burocráticas de la dictadura revolucionaria. Función de tanta responsabilidad podía cumplirse con éxito a condición de una completa lealtad en su dirección pero precisamente esta lealtad era la que a Stalin le faltaba. Había reducido tanto a la Inspección como al Secretariado del Partido, a un instrumento de las intrigas del aparato, de protección para “sus hombres” y de persecución a sus opositores.
En el artículo “Más vale menos pero mejor” Lenin señalaba claramente que la reforma de la Inspección que proponía –en cuya dirección se había designado no hacía mucho tiempo a Tsiupura11–, debía inevitablemente chocar con la resistencia tanto de la burocracia, como la de los soviets y la del partido. “Entre paréntesis debe subrayarse –agregaba significativamente– que tenemos una burocracia no sólo en las instituciones de los soviets, sino también en las del partido”. Este era un golpe perfectamente deliberado contra Stalin, como secretario general.
Por lo tanto, no sería exagerado afirmar que los últimos seis meses de vida política de Lenin, entre su convalecencia y su segunda enfermedad, fueron ocupados por una lucha contra Stalin, la que se iba exacerbando. Recordemos una vez más las principales fechas: en septiembre Lenin abrió el fuego contra la política de Stalin sobre la cuestión nacional. En la primera mitad de diciembre atacó a Stalin en la cuestión del monopolio del comercio exterior. El 25 de diciembre de 1922 escribió su carta sobre el problema nacional (la “bomba”). El 4 de enero agregó una postdata a su testamento sobre la necesidad de separar a Stalin de su cargo de secretario general. El 23 de enero dirigió contra Stalin una batería pesada: su proyecto de una Comisión de Control. En un artículo del 2 de marzo dirigió un doble ataque contra Stalin como organizador de la Inspección y como secretario general. El 5 de marzo me escribió acerca de su memorandum sobre el problema nacional: “Si usted acuerda conmigo en asumir la defensa, entonces yo podría estar tranquilo”. El mismo día por primera vez, unió sus fuerzas a las de los irreconciliables enemigos georgianos de Stalin, comunicándoles en una nota especial que se adhería a su actitud “de todo corazón” y que preparaba para ellos un documento contra Stalin, Orjonikidze y Dzerjinsky. “De todo corazón” no era una expresión muy frecuente en Lenin.
“Este problema (la cuestión nacional) le preocupaba en grado sumo –testimonia su secretaria, Fotieva– y se preparaba para hacer un discurso sobre este tema en el Congreso del partido”. Pero un mes antes del Congreso la enfermedad abatió definitivamente a Lenin, antes incluso de haber dado instrucciones acerca de este artículo. Stalin se quitó un gran peso de los hombros. En una asamblea de los jefes de delegación del XII Congreso ya se atrevió a hablar, en su estilo característico, de la carta de Lenin como del documento de un hombre enfermo, bajo la influencia “de las mujeres” (es decir, Krupskaia y las dos secretarias). Bajo el pretexto de que era necesario encontrar el verdadero testamento de Lenin, se decidió guardar el documento bajo llave. Allí permanece hasta la fecha12.
Los dramáticos episodios enumerados más arriba, por más chocantes que puedan parecernos, sólo dan una pequeña idea de la ardiente atención con la que Lenin siguió los acontecimientos del partido en los últimos meses de su vida activa. En sus cartas y artículos se impuso a sí mismo una severa censura. Desde su primer ataque, Lenin comprendió muy bien la naturaleza de su enfermedad. Después de retomar su trabajo en octubre de 1922, los vasos sanguíneos de su cerebro no dejaron de recordarle su existencia a través de pequeños golpes, apenas perceptibles, pero cada vez más frecuentes y de augurio siniestro, que evidentemente eran los presagios de una recaída. Lenin evaluaba lúcidamente su situación a pesar de las afirmaciones alentadoras de sus médicos. A comienzos de marzo, cuando nuevamente se vio obligado a abandonar su trabajo, por lo menos las reuniones, entrevistas y conversaciones telefónicas, llevó consigo a su cuarto de enfermo algunas observaciones y preocupaciones inquietantes. El aparato burocrático, con el Estado Mayor de la fracción secreta de Stalin en el Secretariado del Comité Central, se había convertido en un factor político independiente en cuestiones políticas importantes. En la cuestión nacional, en la que Lenin exigía una delicadeza especial, los colmillos del centralismo imperialista se mostraban cada vez más abiertamente. Las ideas y principios de la Revolución se inclinaban ante los intereses y las intrigas secretas. La autoridad de la dictadura servía cada vez más a menudo para cubrir las necesidades imperiosas de los funcionarios.
Lenin sentía profundamente la proximidad de una crisis política y temía que el aparato estrangulase al partido. La política de Stalin asumió a los ojos de Lenin en el último período de su vida la encarnación de un monstruo creciente de la burocracia. El enfermo ha debido estremecerse más de una vez ante el pensamiento de que no había tenido éxito en llevar a la práctica la reforma del partido de la que me había hablado antes de su segunda enfermedad. Un terrible peligro, creía, amenazaba el trabajo de toda su vida.
¿Y Stalin? Habiendo avanzado demasiado como para retroceder, incitado por su propia fracción, temiendo el ataque concentrado cuyas amenazas provenían todas de la habitación de enfermo de su temible enemigo, Stalin se había adelantado, reclutando abiertamente partidarios para distribuirlos en las posiciones del partido y de los soviets, aterrorizando a los que apelaban a Lenin por intermedio de Krupskaia y haciendo correr cada vez más el rumor de que Lenin no era ya responsable de sus actos. Tal fue el ambiente en el cual surgió la carta de Lenin rompiendo toda relación con Stalin. No, ésta no cayó del cielo. Simplemente muestra que la copa se había rebalsado. No sólo cronológica, sino que también moral y políticamente señala el trazo final en la actitud de Lenin hacia Stalin.
¿No es sorprendente que Ludwig, repitiendo con placer la historia oficial acerca del fiel discípulo del maestro “hasta su muerte”, no diga una palabra al respecto de esta carta final o, de todos los otros hechos que no concuerdan con las actuales leyendas del Kremlin? Al menos, Ludwig debía conocer la existencia de la carta, aunque más no fuera por mi autobiografía de la cual estaba enterado, pues hizo una crítica favorable sobre la misma.
Es posible que Ludwig tuviera dudas sobre la autenticidad de mi testimonio. Pero ni la existencia de la carta ni su contenido nunca han sido discutidos por nadie. Además, están confirmados en las actas estenográficas del Comité Central. En el pleno de julio de 1926, Zinoviev decía: “A comienzos de 1923, Vladimir Ilich, en una carta personal dirigida a Stalin, rompió toda relación personal con él”. (Acta estenográfica del Pleno, No 4, p. 32). Otros oradores, entre ellos M. I. Ulianova, la hermana de Lenin, habló de la carta como un hecho generalmente conocido en los círculos del Comité Central. Por aquellos días, la idea de contradecir este testimonio no podía pasar ni siquiera por la cabeza de Stalin. Y en realidad, por lo que pude saber, no se ha atrevido a hacerlo en una forma directa ni aun posteriormente. Es verdad que los historiadores oficiales en los últimos años han hecho esfuerzos literalmente gigantescos para borrar de la memoria de los hombres este capítulo entero de la historia. Y en lo que a la Juventud Comunista concierne, esos esfuerzos han logrado cierto resultado. Pero los investigadores existen precisamente para destruir las leyendas y restablecer los hechos en su justo lugar. ¿O bien esto no es válido cuando se trata de psicólogos?
La hipótesis del “duunvirato”
Más arriba hemos indicado los puntos básicos de la lucha final entre Lenin y Stalin. En todos estos períodos Lenin buscó mi ayuda y la obtuvo. De los discursos, artículos y cartas de Lenin podrían sin dificultad tomarse docenas de testimonios según los cuales, después de nuestro desacuerdo temporal en cuanto al asunto de los sindicatos, Lenin no perdió ninguna ocasión durante los años 1921 y 1922 y comienzos de 1923, de subrayar manifiestamente su solidaridad con mi persona, citar alguna de mis declaraciones, apoyar esta u otra orientación que yo hubiese adoptado.
Debe comprenderse que sus motivos no eran personales sino políticos. Lo que pudo en verdad haberle alarmado y afectado en los últimos meses fue que mi apoyo a sus medidas de lucha contra Stalin no fueran suficientemente activos. ¡Sí, tal es la paradoja de la situación! Lenin temiendo una futura división entorno a Stalin y Trotsky reclamaba de mí una lucha más enérgica contra Stalin. Sin embargo, la contradicción es sólo aparente. Era en interés de la estabilidad futura de la dirección del partido que Lenin deseaba entonces condenar enérgicamente a Stalin y desarmarle. Y lo que a mí me detenía era el temor de que cualquier conflicto agudo en el núcleo gobernante en momentos en que Lenin luchaba con la muerte, fuera interpretado por el partido como una lucha por repartirse sus despojos. No plantearé aquí la cuestión de si mi actitud en este caso fue o no acertada, ni el problema –de importancia aún mayor– de saber si habría sido posible por entonces, mediante reformas organizativas y cambios persona- les detener el peligro que avanzaba. ¡Pero cuán lejos de las posiciones reales de los protagonistas de este drama están de la imagen, edulcorada, presentada por el ilustre escritor alemán que, tan ligeramente, nos da la llave de todos los enigmas!
Por este último sabemos que el testamento “decidió el destino de Trotsky”, es decir, que fue la causa de su pérdida del poder. De acuerdo a otra versión de Ludwig, expuesta paralelamente a ésta última y sin realizar el mínimo esfuerzo por conciliarlas, Lenin aspiraba a un “duunvirato de Trotsky y Stalin”. Esta última versión que, sin duda, también ha sido sugerida por Radek, suministra una excelente prueba de que aún ahora, incluso en los círculos más próximos a Stalin, inclusive cuando se trata de maniobrar convenientemente con un escritor extranjero invitado a una “entrevista”, nadie se atreve a afirmar que Lenin considerara a Stalin como su sucesor. Para no entrar en contradicción flagrante con el texto del testamento y con toda una serie de otros documentos, es preciso poner por delante ex post facto esta idea del duunvirato.
¿Pero cómo hacer coincidir esta historia con el consejo de Lenin: separar al secretario general? Esto habría significado desarmar a Stalin y privarlo de toda su influencia. Nadie trataría en esa forma al candidato a un duunvirato. No, además, esta segunda hipótesis de Radek-Ludwig, aunque más prudente, no encuentra asidero en el texto del documento. El objetivo del documento fue definido por su autor: garantizar la estabilidad del Comité Central. Lenin buscó el camino para llegar a este objetivo no mediante la combinación artificial de un duunvirato, sino fortaleciendo el control colectivo sobre la actividad de los dirigentes. ¿Cómo, para lograr esto, concebía la influencia respectiva de los miembros individuales integrantes de la dirección colectiva? El lector es libre de sacar sus propias conclusiones basándose en las citas del testamento hechas más arriba. Sólo que no debe perder de vista que el testamento no fue la última palabra de Lenin y que esta actitud hacia Stalin se hizo cada vez más severa a medida que sentía aproximarse el final.
Ludwig no habría cometido un error tan capital en su apreciación del significado y el espíritu del testamento, de haberse interesado un poco por el destino reservado a este documento. Ocultado al partido por Stalin y su grupo, fue impreso y publicado sólo por la Oposición –por supuesto, clandestinamente–. Centenares de amigos y partidarios míos fueron arrestados y exilados por copiar y distribuir estas dos pequeñas páginas. El 7 de noviembre de 1927 –X aniversario de la Revolución de Octubre– los oposicionistas de Moscú participaron en la demostración por el aniversario con pancartas con la consigna: “Cumplan con el testamento de Lenin”. Tropas de stalinistas, elegidas especialmente para este objetivo, irrumpieron en la manifestación, arrebatando y destrozando la pancarta criminal. Dos años más tarde, en el momento de mi deportación al extranjero, se inventó la historia de una insurrección preparada por los “trotskistas” para el 7 de noviembre. El requerimiento de “Cumplir el testamento de Lenin”, fue interpretado por la fracción stalinista como un llamado a la insurrección. Y aún ahora la publicación del testamento está prohibida a todas las secciones de la Internacional Comunista. La Oposición de Izquierda, por el contrario, reimprime el testamento en todos los países en cualquier oportunidad. Políticamente hablando, estos hechos agotan la cuestión.
Radek como fuente de información
Pero, ¿de dónde surgió esta fantástica historia de que yo habría saltado de mi asiento durante la lectura del testamento, para ser más precisos, de las “seis palabras” que no están en el texto, preguntando: “¿Qué dice ahí?” Acerca de esto sólo puedo ofrecer una explicación hipotética. El lector juzgará la corrección de la misma.
Radek pertenecía a la tribu de los declamadores profesionales y contadores de anécdotas. No quiero decir que no poseyese otras cualidades. Basta recordar que en el VII Congreso del partido, el 8 de marzo de 1918, Lenin, que en general era muy prudente en comentarios sobre las personas, se permitió decir: “Vuelvo al camarada Radek y quiero subrayar que accidentalmente ha logrado hacer una observación seria...”. Y aún más: “Ha llegado el momento en que hemos escuchado una reflexión completamente seria del camarada Radek...”. Las personas que hablan seriamente sólo por excepción, tienen una tendencia a embellecer la realidad, pues en su forma bruta, ésta no siempre sirve para sus historias. Mi experiencia personal me ha conducido a tomar una actitud muy cautelosa respecto de los testimonios de Radek. Tiene el hábito, no de relatar los acontecimientos, sino de servirse de ellos como una de las tantas ocasiones para sus bromas. Como todo arte, incluso la anécdota aspira a una síntesis. Radek se inclina naturalmente a unir diferentes hechos o los aspectos más brillantes de diversos episodios aun cuando hubieran sucedido en distintos tiempos y lugar. Y no lo hace por malicia. Es parte de los gajes de su oficio.
Y evidentemente, esta vez ha ocurrido de lo mismo. Radek, parece ser, combinó una reunión del “Consejo de notables” del XIII Congreso con una sesión del Comité Central de 1926, a pesar de que entre ambos hay un intervalo de más de dos años. En este Pleno también fueron leídos documentos secretos, y entre ellos, el testamento. Esta vez el testamento fue leído, efectivamente, por Stalin y no por Kamenev, que había venido a sentarse a mi lado, en los bancos de la Oposición. La lectura se llevó a cabo porque durante aquellos días circulaban ampliamente en el partido copias del testamento, la carta de Lenin sobre la cuestión nacional y otros documentos guardados bajo llave. El aparato del partido se ponía nervioso y deseaba saber qué era lo que Lenin realmente había dicho. “La oposición lo sabe y nosotros no” –afirmaban–. Después de una prolongada resistencia, Stalin se vio obligado a leer los documentos prohibidos en una sesión del Comité Central, lo cual hizo que quedara registrado automáticamente en las actas estenográficas del Comité Central e imprimir notas secretas para los dirigentes del aparato del partido.
Tampoco esta vez hubo exclamaciones en el transcurso de la lectura, pues el testamento desde hacía mucho tiempo era bien conocido por los miembros del Comité Central. Pero yo interrumpí a Stalin durante la lectura de la correspondencia sobre la cuestión nacional. El episodio no es en sí mismo importante aunque quizá pueda ser utilizable por los psicólogos para algunas de sus deducciones.
Lenin era extremadamente conciso cuando escribía. En su correspondencia con sus colaboradores más próximos empleaba un lenguaje telegráfico. Siempre comenzaba una carta con el nombre de su destinatario seguido de la letra “T” (Tovarisch: camarada) y siempre firmaba: Lenin. Las explicaciones complicadas eran reemplazadas por palabras separadas, subrayadas dos o tres veces, con signos de exclamación suplementarios, etcétera. Todos nosotros conocíamos las peculiaridades de Lenin y, por eso mismo, la más mínima infracción a su estilo conciso habitual llamaba la atención.
Al mandar su carta sobre la cuestión nacional, Lenin me escribió el 5 de marzo: “Estimado camarada Trotsky: Le pido a usted que rápidamente asuma la defensa de la cuestión georgiana en el Comité Central del partido. La cuestión está ahora siendo examinada en manos de Stalin y Dzerjinsky y yo no puedo confiar en su imparcialidad. En realidad, es todo lo contrario. Si usted está de acuerdo en tomar esta defensa, yo estaría tranquilo; si, por cualquier razón, usted no está de acuerdo conmigo, entonces remítame todo el asunto. Consideraré esto como una señal de su desacuerdo. Con mis mejores saludos fraternales. Lenin, 5 de marzo de 1923”.
El contenido y el tono de esta pequeña carta dictada por Lenin durante los últimos días de su vida política, fueron para Stalin no menos penosos que el testamento.
¿Una falta de “imparcialidad” no implica, en realidad, una falta de lealtad? Lo que menos demuestra esta nota es algún tipo de confianza hacia Stalin –“En realidad, todo lo contrario”–, mientras que lo que demuestra con claridad es la confianza hacia mí. La confirmación de una unión tácita entre Lenin y yo, contra Stalin y su fracción se volvía evidente. Stalin difícilmente podía controlarse durante la lectura. Cuando llegó a la firma vaciló: “Con mis mejores saludos fraternales”. Esto era demasiado demostrativo para el estilo de Lenin. Stalin leyó: “Con saludos comunistas”, lo que sonaba más seco y oficial. En ese momento yo me levanté de mi silla y pregunté: “¿Cómo está escrito?”. Stalin se vio obligado, no sin dificultad, a leer el auténtico texto de Lenin. Uno de sus amigos más cercanos me gritó que yo discutía por detalles, aunque yo sólo buscaba una verificación del texto. Este pequeño incidente causó impresión. Se habló de ella entre los dirigentes del partido. Radek, que por entonces no era ya miembro del Comité Central, escuchó hablar de ello a través de otros y quizás por mí mismo. Cinco años más tarde, cuando ya estaba con Stalin y no estaba más conmigo, su flexible memoria le ayudó evidentemente a componer este episodio sintético que dio lugar a la conclusión tan tendenciosa y tan errónea de Ludwig.
Aunque Lenin –como hemos visto–creía necesario declarar en el testamento que mi pasado no bolchevique “no era accidental”, yo estoy dispuesto a aceptar esta fórmula como si fuera de mi propia autoridad. En el mundo del pensamiento la ley de causalidad es tan inflexible como en el mundo físico. En este sentido general mi órbita política no era, por supuesto, “accidental”, pero el hecho de que yo me haya adherido al bolchevismo tampoco. El problema de saber la seriedad y permanencia con la que me adherí al bolchevismo no puede ser establecida ni por una simple exposición cronológica ni por elucubraciones de psicología literaria. Es necesario un análisis teórico y político. Esto, seguramente, es un tema demasiado vasto y está completamente fuera del marco del presente artículo. Para nuestro propósito es suficiente destacar que Lenin, al calificar la conducta política de Zinoviev y Kamenev en 1917 como “no accidental” no hacía una referencia filosófica a las leyes del determinismo, sino una advertencia política para el futuro. Precisamente por eso, Radek creyó necesario, a través de Ludwig, transferir esta advertencia de Zinoviev y Kamenev hacia mí.
La leyenda del trotskismo
Recordaremos las principales etapas de esta cuestión. De 1917 a 1924 nunca se habló una palabra de un supuesto contraste entre “trotskismo” y leninismo. En este período tuvieron lugar la Revolución de Octubre, la guerra civil, la construcción del Estado Soviético, la creación del Ejército Rojo, la elaboración del programa del partido, la fundación de la Internacional Comunista, la formación de sus cuadros, y la elaboración de sus documentos fundamentales. Después de la desaparición de Lenin se desarrollaron graves desacuerdos en el seno del núcleo del Comité Central. En 1924, el espectro del “trotskismo” –después de una minuciosa preparación tras bambalinas– fue puesto en escena. Desde entonces, toda la lucha interior del partido fue llevada adelante en el marco de un contraste entre trotskismo y leninismo. En otros términos, los desacuerdos entre los epígonos y yo creados por nuevas tareas y nuevas circunstancias, fueron presentados como una continuación de mis desacuerdos del pasado con Lenin. Este tema dio lugar a la producción de una vasta literatura. Sus propagandistas fueron siempre Zinoviev y Kamenev. En su condición de viejos y próximos colaboradores de Lenin ellos se colocaron a la cabeza de la “vieja guardia bolchevique” contra el trotskismo. Pero bajo la presión de profundos procesos sociales este grupo se dislocó. Zinoviev y Kamenev se vieron obligados a admitir que lo que se llamaba “trotskismo” era correcto en las cuestiones fundamentales. Millares de viejos bolcheviques se adhirieron al “trotskismo”.
En el Pleno de julio de 1926, Zinoviev anunció que esa lucha contra mí había sido el mayor error de su vida, “más peligroso que el error de 1917”. Orjonikidze no estuvo del todo equivocado al gritarle desde su asiento: “¿Por qué confundió usted a todo el partido?” (Ver el acta estenográfica ya citada). A esta acusadora interpelación, Zinoviev no encontró respuesta. Pero dio una explicación no oficial en la Conferencia de la Oposición de octubre de 1926 (13). “Ustedes deben comprender –dijo en mi presencia a sus amigos más íntimos, algunos obreros de Leningrado que creían sinceramente en la leyenda del trotskismo– que se trataba de una lucha por el poder. Toda la cuestión consistía en transplantar los viejos desacuerdos a los problemas nuevos. El trotskismo fue inventado con esta intención...”.
En el transcurso de dos años de su permanencia en la Oposición, Zinoviev y Kamenev se dedicaron a develar el motor del mecanismo del precedente período, cuando junto a Stalin crearon la leyenda del “trotskismo” por medios conspirativos. Un año más tarde, cuando se vio claramente que la Oposición se vería obligada a nadar durante largo tiempo y firmemente contra la corriente, Zinoviev y Kamenev se entregaron a merced del vencedor. Como primera condición de su rehabilitación ante el partido se les exigió que reeditaran la leyenda del trotskismo. Ellos aceptaron. Decidí entonces reforzar sus propias declaraciones anteriores sobre esta cuestión a través de una serie de testimonios autorizados. Fue Radek, no otro que Karl Radek, quien proporcionó el siguiente testimonio escrito: “Yo estuve presente en una conversación de Kamenev con el propósito de que éste declarara ante el pleno del Comité Central cómo ellos (es decir, Zinoviev y Kamenev) junto a Stalin, decidieron utilizar los viejos desacuerdos entre Lenin y Trotsky con la intención, después de la muerte del primero, separar al segundo de la dirección del partido. Además, he oído varias veces de labios de Zinoviev y Kamenev que ellos ‘inventaron’ el trotskismo como una consigna para su lucha. K. Radek, 25 de diciembre de 1927”.
Idénticos testimonios escritos fueron dados por Preobrajensky, Piatakov, Rakovsky y Elzin14. Piatakov, actual director del Banco del Estado resumió el testimonio de Zinoviev con las siguientes palabras: “El trotskismo fue inventado con el objetivo de reemplazar los verdaderos desacuerdos por otros supuestos, es decir, con divergencias del pasado carentes ahora de sentido pero artificialmente resucitadas con el propósito ya expresado”. ¿Es bastante claro, no? “Nadie – escribía V. Eltzin, representativo de la generación más joven– ni uno solo de los zinovievistas presentes hizo objeción alguna. Todos aceptaron esa declaración como un hecho conocido por todo el mundo”.
El testimonio de Radek antes citado fue presentado por él el 25 de diciembre de 1927. Unas pocas semanas después, ya estaba en el exilio y unos meses más tarde sobre el meridiano de Tomsk, se comenzó a convencer de la justeza de la política de Stalin, cosa que no se le había revelado antes en Moscú. Pero también de Radek, el poder exigió como condición sine qua non que reconozca la realidad de la misma leyenda del trotskismo. Cuando Radek aceptó esto, no le quedó otra cosa que hacer que repetir la vieja fórmula de Zinoviev, que este mismo había develado en 1926, sólo para volver otra vez a ella en 1928. Radek ha ido más lejos. En el curso de una conversación con un crédulo extranjero, ha modificado el testamento de Lenin para encontrar una base allí para esta leyenda de los epígonos: la existencia del “trotskismo”.
De esta breve reseña histórica, que se apoya exclusivamente en documentos, pueden deducirse muchas conclusiones. Una de ellas es que la revolución es un rudo proceso y que no respeta las vértebras humanas.
El posterior desarrollo de los acontecimientos en el Kremlin y en la Unión Soviética no fue determinado por un solo documento, aun cuando fuera el testamento de Lenin, sino por causas históricas de un orden mucho más profundo. Una reacción política, después de los enormes esfuerzos de los años de insurrección y guerra civil, era inevitable. El concepto de reacción debe ser aquí estrictamente diferenciado del concepto de contrarrevolución. La reacción no implica necesariamente un trastrocamiento social, es decir, la transferencia del poder de una clase a otra. Aun el zarismo tuvo sus períodos de reformas progresivas y de reacción. Los métodos y la orientación de la clase gobernante cambian según las circunstancias. Esto es verdad también para la clase obrera. La presión de la pequeñoburguesía sobre el proletariado, cansado del levantamiento, determina un renacimiento de las tendencias pequeñoburguesas en el proletariado mismo y una primera oleada de reacción profunda, que encabezada por el actual aparato burocrático dirigido por Stalin se elevó al poder.
Las cualidades que Lenin apreciaba en Stalin –firmeza de carácter y astucia– continuaron siendo, por supuesto, las mismas. Pero hallaron un nuevo campo de acción y un nuevo lugar de aplicación. Los rasgos que en el pasado habían sido los aspectos negativos de la personalidad de Stalin –estrechez de miras, falta de imaginación creadora, empirismo– tomaban ahora en los hechos una significación importante en el más alto grado. Ellas le permitieron a Stalin convertirse en el instrumento semiconsciente de la burocracia soviética, e impulsaron a la burocracia a ver en él su inspirado líder. Estos diez años de lucha entre los dirigentes del Partido bolchevique indudablemente han demostrado que en las condiciones de esta nueva etapa de la revolución, Stalin ha desarrollado a sus límites extremos estos mismos rasgos de carácter político contra los cuales Lenin, en el último período de su vida, le declaró una lucha implacable. Pero esta cuestión, que aún ahora está en el centro de la política soviética, nos llevaría más allá de los límites de nuestro tema.
Muchos años han pasado desde los acontecimientos que hemos relatado. Si hace diez años todavía se pusieron en acción fuerzas que se han revelado como mucho más poderosas que los consejos de Lenin, sería completamente ingenuo apelar ahora al testamento como un documento político que podría ser eficaz. La lucha internacional entre los dos grupos surgidos del bolchevismo hace ya mucho tiempo ha superado desde hace mucho tiempo la cuestión de los destinos individuales. La carta de Lenin, conocida bajo el nombre de testamento, tendrá de aquí en adelante un interés histórico. Pero la historia, podemos aventurarnos a pensar, también tiene sus derechos, los cuales, por otra parte, no siempre son contrarios a los intereses políticos. La más elemental de las exigencias científicas –establecer correctamente los hechos y verificar los rumores mediante documentos– puede al menos ser recomendada por igual a políticos e historiadores. Y esta exigencia bien puede extenderse incluso a los psicólogos.
Prinkipo, 31 de diciembre de 1932
Notas:
1 Artículo publicado en francés en la revista Quatrième Internationale (Número especial- Dossier sobre la desestalinización, invierno de 1956, año en que fue publicado legalmente por primera vez en la URSS. En español fue publicado en el Cuaderno sobre la desestalinización, Ediciones Revista Marxista Latinoamericana, Montevideo, p. 65. La versión que publicamos se basa en esta última, aunque la cotejamos y modificamos según la versión francesa, ya que la española presentaba algunos errores de traducción. En el Cuaderno, está precedido de la siguiente introducción: “Este artículo fue escrito en 1932, a propósito de un libro de Ludwig sobre Stalin en el cual el autor se había prestado a la deformación de la verdad. En el momento en que los asesores de Stalin, sus antiguos asociados, hacen finalmente conocer el testamento de Lenin, que era un documento prohibido en la URSS en vida de Stalin, un documento cuya posesión o cuya difusión traía aparejada la pena capital, creemos útil publicar el artículo de Trotsky en el cual se revela la historia del escamoteo de ese documento y se estudia significado de uno de los últimos escritos de Lenin”. Según consta en una edición de 1965 de la Colección Arsenal de Teoría y Práctica. Serie Documentos claves, este artículo fue editado por primera vez en español poco tiempo después del asesinato de Trotsky por Ediciones Progreso, Bs. As., 1940.
2 Emil Ludwig (1881-1948): Escritor alemán, autor de novelas y biografías. Famoso especialmente por sus biografías con fuerte tono psicológico, entre ellas sobre Beethoven, Goethe y Napoleón. Entrevistó a Stalin el 13 de diciembre de 1931. En 1932 publicó Joseph Stalin: an interview with the German author, editado por la Cooperative Publishing Society of Foreign Workers in the USSR. En el mismo año publicó en distintos idiomas y ediciones Conversaciones con Mussolini.
3 Mijail Pokrovsky (1868-1932): Diplomado en Historia y Filosofía en 1891, se hace bolchevique en 1905. Presidente del Soviet de Moscú en 1917. Comunista de Izquierda en 1918. Como vicecomisario para la Educación entre 1918 y 1932, presidente de los archivos centrales de la sociedad de historiadores marxistas, director del Instituto de profesores rojos, fue el cronista de la primera época stalinista. A pesar de su oficialismo, en 1936 fue calificado de antileninista y se persiguió a sus discípulos.
4 En los años 1919-20, frente a la crisis económica profundizada por los años de guerra civil, Trotsky planteó la necesidad de una política de transición para salir del “comunismo de guerra” similar a lo que luego sería la NEP. Tanto Lenin como el partido, en su momento, se opusieron a esta postura. Trotsky sostuvo que, en caso de continuar con el “comunismo de guerra” y mantener nacionalizados los recursos del país para distribuirlos según la necesidad del Estado, esto es, en función de las necesidades de los obreros, los sindicatos debían ser parte del Estado, sometiéndose a él. Lenin defendió la independencia de los sindicatos del Estado y el derecho a huelga, aunque sí sostuvo que éstos debían subordinarse al partido. En el X Congreso del partido, en marzo de 1921, y en el marco del cambio de rumbo económico votado con la NEP, Trotsky consideró que su antigua discusión con Lenin había sido superada por los hechos confluyendo en la nueva política.
5 Viacheslav Molotov (1890-1986): Miembro del CC del PCUS desde 1920. Lugarteniente de Stalin. Presidente del Consejo de Comisarios del Pueblo (1930-41) y ministro de Relaciones Exteriores (1939-49), cargo por el cual firma el pacto Hitler-Stalin de 1939 en la Segunda Guerra Mundial. Valentii Kuibishev (1888-1935): Bolchevique desde 1904. Miembro del CC desde 1922, preside la Comisión de Control en 1923. Miembro del Politburó en 1927. En el tercer Juicio de Moscú, la acusación principal a los inculpados fue la de su asesinato. Alexei Rikov (1881-1938): Bolchevique desde 1903. Miembro del CC en 1905 y entre 1917 y 1929. Contrario a las Tesis de Abril de Lenin. En 1924 preside el Consejo Supremo de la Economía nacional. Formó junto a Bujarin y Tomski el ala derecha del partido durante la NEP. Acusado y sobreseído en el primer Juicio de Moscú, es ejecutado durante el tercero. Nikolai Bujarin (1888-1938): Antiguo dirigente y economista bolchevique. Miembro del CC desde 1917. Se opuso al tratado de Brest-Litovsk como parte de los Comunistas de Izquierda. En 1923 se convirtió en el portavoz de la teoría del desarrollo gradual de la NEP al socialismo, defendiendo a los kulaks. En 1928 se convirtió en el dirigente del ala derecha del partido. Expulsado en 1937. En 1938 condenado y fusilado durante el tercer Juicio de Moscú.
6 Grigori Orjonikidze (1886-1937): Bolchevique de Tiflis (Georgia) desde 1903. Amigo desde la juventud de Stalin. Desempeña un rol importante en la insurrección y la guerra civil, pero en 1922 dirige brutalmente la “rusificación” de Georgia. Como miembro de la Comisión de Control en 1926 realiza instrucciones contra la Comisión Conjunta. Se suicidó tras no poder salvar a su hermano y a Piatakov de su ejecución en los Juicios de Moscú.
7 Felix Dzerjinsky (1877-1926): Miembro del partido socialdemócrata lituano en 1895. Fundador y primer jefe de la Cheka el 20 de diciembre de 1917, y luego, de la GPU. Presidente del Consejo de economía nacional en 1924. Murió después de pronunciar una alocución contra la Oposición en el CC.
8 Christian Rakovsky (1873-1942?): Revolucionario búlgaro. Participó en Iskra. Amigo y colaborador de Trotsky desde 1913. Como bolchevique, presidió el Consejo de Comisarios del Pueblo de Ucrania de 1919 a 1923. En el CC durante 1919-25. Atacó la política de rusificación de Stalin criticándolo en el XIII Congreso. Para ser alejado fue nombrado embajador en París, pero fue destituido en 1927, cuando se unió a la Oposición Conjunta. Deportado, se evadió pero fue nuevamente detenido. En 1934, luego de sufrir duras condiciones, capituló a Stalin. Escribió importantes obras y artículos como “Los peligros profesionales del poder”.
9 La Inspección Obrera y Campesina (Rabkrin) fue establecida para controlar la burocracia, la ineficiencia y el mal manejo en las instituciones del Estado. Estuvo bajo la dirección de Stalin entre 1919 y 1922.
10 Este fue el último artículo escrito por Lenin. Lenin descarga implícitamente un furibundo ataque contra Stalin, quien hasta hacía poco tiempo tenía a su cargo la Inspección Obrera y Campesina. Fue publicado en Pravda el 4 de marzo de 1923, alterando la fecha del artículo (2 de marzo), para disimular el retraso. Lenin comenzó a escribir este artículo el 22 de febrero. Días después rompería relaciones personales con Stalin.
11 Alexei Tsiupura (1870-1928): Bolchevique desde 1903. Miembro del soviet de Ufa en 1917, luego, comisario del pueblo para el Abastecimiento. Fue comisario para la Inspección Obrera y Campesina en 1922-23, presidió el Gosplan en 1923-25. Miembro del CC desde 1923 hasta su muerte.
12 Como señalamos en la nota 1, el “testamento” no será publicado en la URSS hasta 1956, luego del XX Congreso, ya fallecido Stalin.
13 En esta Conferencia se constituyó la Oposición Unificada, cuando Zinoviev y Kamenev habían roto circunstancialmente su troika con Stalin.
14 Yuri Piatakov (1890-1937): Bolchevique desde 1910. Comunista de Izquierda en 1918. Oposicionista de izquierda de 1923 a 1928. Expulsado del partido en 1927. Condenado y fusilado en el segundo Juicio de Moscú. Boris Elzin (1879-1937?): Bolchevique desde 1903. Presidente del soviet de Ekaterinoslav en 1917 y de los soviets del Ural. Oposicionista de Izquierda, tras ser detenido desaparece en los campos de concentración junto a sus dos hijos, también oposicionistas.
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