En este artículo: Comercio, Cuba, Economía, Mercado, Revolución cubana
23 agosto 2018
Hay quienes estiman que la especie humana usó el intercambio de bienes y servicios desde mucho antes de salir de África. La expresión más elemental del comercio es el hecho de convertir algo que se posee y de lo se puede disponer en algo que otro posee y de interés. Nuestro trabajo puede ser objeto de este intercambio: cuando contratamos una acción laboral con otro que la requiere y este nos paga por ello estamos en realidad vendiendo un bien personal, nuestro trabajo, y recibiendo a cambio otro bien que requerimos. El comercio y el mercado son hoy parte cotidiana e indispensable de la vida de todas las personas en cualquier sociedad. Es también algo de lo más influyente en nuestra vida, nos guste o no.
Cualquier cifra o hecho de la economía de nuestro país puede ser estimulante. Un crecimiento, aunque sea modesto, de nuestro producto interno bruto siempre deja un buen sabor. La inversión en un megapuerto marítimo que puede convertirse en una meca de creación de riquezas para nuestro bienestar, también. La instalación de una nueva planta de asfalto nos llena de esperanzas a los habitantes de una ciudad con pavimentos cada vez más precarios y donde no se observa acción para paliar la situación, al menos proporcional a la que confrontamos.
Sin embargo, lo que siempre realiza finalmente un sentimiento de prosperidad y de esperanza de mejorías es cuando vamos a adquirir algún bien o servicio que necesitamos, con el salario correspondiente al trabajo que hemos entregado a la sociedad, y lo encontremos accesible y a un precio pagable.
Desafortunadamente, uno de los problemas más graves que trae aparejada una economía de planificación nacional en especie, muy centralizada, y donde el valor de cambio de la moneda circulante está restringido artificialmente es que siempre y de una forma u otra hay escasez en la oferta de mercancías y servicios, tanto de variedad como de cantidad. Tampoco se llega a saber bien el valor real en dinero de lo que se realiza como mercancía, ni de la fuerza de trabajo, lo que aniquila a una verdadera posibilidad de planificar el progreso económico. Ese problema lo venimos afrontando en la Cuba revolucionaria desde que los ladrones que fueron derrocados en 1959 se robaron las reservas en divisas de la República antes de huir del país.
Entonces la Revolución se vio obligada a comenzar a diferenciar entre el valor de la moneda circulante local con respecto a la que se usa en el comercio exterior. Una medida tomada entonces fue también la restricción del libre cambio monetario entre la moneda local y la extranjera, pues se decidió no devaluar, al menos formalmente, la nuestra. De alguna forma, con varias complejidades añadidas, sobre todo el bloqueo de los EEUU que ya dura casi 60 años, esa situación se ha mantenido hasta nuestros días.
Nuestro sistema comercial actual es probablemente uno de los más atrasados tecnológicamente y más ineficientes en su capacidad de resolver las necesidades de las personas y las instituciones. También, duele expresarlo, se suele corromper muy frecuentemente en su relación con los clientes comunes.
Todo un huracán de medidas administrativas y de control, de denuncias claras y directas en los medios, de acción popular, no ha podido y parece que no podrá por si solo resolver el problema. La parte sana de nuestra sociedad, todavía mayoritaria, que entrega su trabajo honestamente y por una retribución conscientemente muy inferior a su valor real suele ser expoliada por mercaderes privados y también públicos. Nos ofrecen productos que siempre son deficitarios y usualmente con muy bajos estándares de calidad. Los precios legales del comercio libre están desproporcionados con respecto al salario medio del cubano y es muy frecuente que se alteren de muchas formas arbitrarias y ventajosas para el vendedor que enfrenta al cliente. Las instalaciones son también pocas, y como regla deficientes, desordenadas e incómodas. En lugar de aumentar el número y distribución geográfica de las tiendas, se suele reducir el de las cadenas estatales.
Las mercancías de alimentación se suelen expender a granel con las mismas manos con las que se cobra su precio. El trato de los dependientes es frecuentemente descortés, tanto en el sector público como en el privado. La inexistencia formal del comercio mayorista para este último hace recaer inevitablemente y de muy variadas formas sobre los ciudadanos comunes el peso de su existencia real. Los problemas cotidianos para los clientes populares sobrepasan con creces cualquier logro puntual a su favor, que además suele ser efímero.
La aparente indiferencia a la solución de estos medulares problemas es también muy perjudicial. Hace meses se comentó acerca de las ventajas de que los sistemas de medidas y comparación fueran uniformes en el país. Se pusieron ejemplos de casos en los que la poca uniformidad había costado mucho, tanto en Cuba como en la ciencia mundial. Una acción tan sencilla como poner precios a los productos que se expenden a granel en kilogramos donde se pese en esa unidad y en libras donde se venda con esta no recibió respuesta alguna por parte de los encargados por la sociedad para atenderlo. Ni en los comentarios al artículo, ni en la práctica diaria. Solo alguien evidentemente vinculada al Instituto Nacional de Investigaciones en Metrología se refirió entonces a su parte, en el comentario número 78.
Algunos ciudadanos se refirieron a que muchas pesas digitales que tienen capacidad de conversión eran reguladas para que las libras tuvieran 400 g en lugar de los 460 g convencionales. También que se pesa en kilogramos y se convierte con libras de 400 g. Esta práctica viciosa está hoy generalizada y se puede comprobar con facilidad en múltiples sitios de venta. En pocas palabras: se roban sistemáticamente por lo menos el 15 % de lo que venden.
La entronización de esta corrupción, lamentablemente ubicua, no solo cuesta directamente al bolsillo del ciudadano decente que va a comprar algo que necesite. Su mayor costo social es la generalizada connivencia con ella en actividades que por naturaleza afectan cotidianamente a todos y cada uno de nosotros. Los niños y jóvenes la podrían reproducir y amplificar al futuro ante la impunidad evidente. Nuestros trabajadores, que se mantienen aferrados a la decencia de su propia actividad laboral cotidiana, están en permanente contacto con la tentación de corromperse ellos también para poder resolver necesidades perentorias. Nuestros mayores se encuentran desprotegidos e inermes frente a algunos forajidos a los que tienen que recurrir para satisfacer sus necesidades elementales de supervivencia.
La Revolución Cubana no puede permitir la prolongación indefinida de este estado de cosas en algo tan importante y cotidiano. Es preciso cambiar radicalmente una forma de planificación y gobierno económico que comprobadamente no resuelve los problemas. Necesitamos también tener una moneda circulante con capacidad liberatoria ilimitada para las personas y para las empresas, aunque algunos que hoy tienen ingresos desmedidos tengan que verlos reducidos al valor real de su trabajo. Las mayorías los tenemos reducidos hace mucho tiempo. Si para esto debe renovarse completamente el personal administrativo y de dirección de empresas, direcciones y ministerios completos, una Revolución como la nuestra puede hacerlo. Tenemos, ni más ni menos, que cumplir los acuerdos de los congresos del Partido Comunista de Cuba.
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