Por Alfredo Jalife-Rahme, La Jornada
El 21 de abril pasado no se escenificó en apariencia el mensaje sobre el cambio de época del zar Vladimir Putin que había anunciado en forma dramática Russia Today (https://bit.ly/3gD8n3w).
Tampoco se trató de un parto de los montes –“Parturient montes, nascetur ridiculus mus” (parirán los montes; nacerá un ridículo ratón) poeta satírico Horacio dixit”–. Un día después al 21, Putin participó en la cumbre virtual sobre el cambio climático que convocó Joe Biden y a la que asistió finalmente el mandarín Xi Jinping.
Putin pospuso su opción nuclear sobre la salida de Rusia del sistema internacional de pagos Swift y la desdolarización que habían insinuado el canciller Sergei Lavrov y el portavoz del Kremlin, Dmitry Peskov.
Tampoco hay que tomar a la ligera la sumaria advertencia de Vladimir Putin para que Occidente (Whatever that means) no se atreva a cruzar las líneas rojas (sic) trazadas por Rusia y que la hermenéutica china juzgó como una advertencia a Occidente de una severa respuesta a sus actos hostiles (https://bit.ly/3njgKT1).
Pese a la loable desescalada en Donbass por el presidente comediante (literal) ucranio, Volodímir Zelensky, marioneta del MI6 en su suicida confrontación teledirigida contra Rusia (https://bit.ly/3sXuPHj), dos días después a la participación de Putin en la Cumbre sobre el cambio climático, el ex presidente Dmitry Medvedev –el más occidental del poderoso clan de San Petersburgo– comentó que las relaciones de Moscú con Estados Unidos se encuentran a su más bajo nivel, similar a la crisis de los misiles en Cuba en 1962, que han girado de la rivalidad a una franca confrontación (https://bit.ly/3erK8m5), que ha llevado a una inestabilidad permanente.
Medvedev expuso la organizada campaña de acoso contra Rusia, que se condensa en la oposición de Estados Unidos al oleoducto NordStream 2 y a su continua desestabilización en Ucrania. Medvedev juzga que la “inestable política exterior de Washington se debe tanto a razones domésticas (sic)” como al declive de la autoridad estadounidense como líder del mundo occidental.
El discurso de Putin fue duro, pero no llegó a la ruptura prevista. Expuso la interferencia directa en Bielorrusia en un intento de orquestar un golpe de Estado y asesinar a su presidente, muy similar a lo que sufrió el ex mandatario de Ucrania Viktor Yanukovych –quien estuvo a punto de ser asesinado y fue defenestrado del poder con un golpe de Estado–, mediante un masivo ciberataque para paralizar la infraestructura de Minsk, sus comunicaciones y su sistema eléctrico (https://bit.ly/3aC7cxD).
Putin se mofó del “nuevo deporte (sic) de ver quién vocifera más fuerte contra Rusia”, a la que endosan todos los pecados sin razón alguna y advirtió que la respuesta de Moscú sería asimétrica, rápida y severa: quienes amenacen los intereses básicos de la seguridad rusa lo lamentarán de una manera que no lo han sentido en un largo periodo. Putin expresó que Rusia está “en estado de combate (sic!)” con sus avanzadas armas hipersónicas y no ocultó que esa nación ya es líder en la creación de sistemas de combate de nueva generación y en el desarrollo de las fuerzas nucleares modernas.
Si se escudriñan las líneas rojas de Putin, sumada de la disquisición de Medvedev, a mi juicio, resultaron mucho peores que un cambio de época sobre la salida del sistema de pagos Swift y su desdolarización, que pudo haber sido en forma pacífica y gradual.
Por fortuna, dos días antes del fatídico 21 de abril, Jake Sullivan, asesor de Seguridad Nacional de Biden, se comunicó con su homólogo Nikolai Patrushev, secretario del Consejo de Seguridad de Rusia y muy cercano a Putin, con el fin de “discutir un número de temas de la situación bilateral como asuntos regionales y globales de preocupación (sic)”, y el prospecto de una cumbre presidencial entre Washington y Moscú (https://bit.ly/3gxXaRP).
Las líneas rojas de Putin denotan la hipersensibilidad de la confrontación de Estados Unidos contra Rusia y pueden desencadenar en cualquier momento una tercera guerra mundial nuclear.
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