Fidel


"Peor que los peligros del error son los peligros del silencio." ""Creo que mientras más critica exista dentro del socialismo,eso es lo mejor" Fidel Castro Ruz

lunes, 4 de mayo de 2020

La centralidad social y política del trabajo

Si transferimos riesgos económicos y ambientales estos no desaparecen sino que rebotan aumentados


Trabajadores del hospital de Ifema, en Madrid.DANIEL GONZALEZ / GTRES

Hace unos meses EL PAÍS publicó un interesante dossier, El futuro del trabajo, que hoy quizás cabría repensar y reeditar, al calor de las enseñanzas que nos deja la crisis de la covid-19. Entre estas lecciones destaca la necesidad de entender que no todos los daños que estamos sufriendo pueden imputarse al coronavirus. La covid-19 ha actuado de detonante y de acelerador de una crisis que tiene causas más profundas, derivadas de un modelo socioeconómico que hace tiempo nos envía mensajes de insostenibilidad. Pongo dos ejemplos: en el ámbito global, las consecuencias de la agresión al medio ambiente y de la intrusión humana en el hábitat natural de otros animales; en el ámbito local, la precariedad estructural de las residencias de ancianos.

Una de estas causas profundas es la cultura dominante de la externalización de riesgos, de unas clases sociales a otras, de hombres a mujeres, de empresas centrales a periféricas, de nacionales a inmigrantes, de unos países a otros, entre generaciones y de todos hacia el medio ambiente. La externalización de riesgos constituye el paradigma hegemónico de nuestras sociedades y produce el espejismo de hacernos creer que con esta estrategia los riesgos desaparecen. Sin embargo, la covid-19 nos confirma que si transferimos riesgos económicos, sociales y ambientales a otros, estos no solo no desaparecen sino que, en muchas ocasiones, nos rebotan aumentados como un bumerán. La reducción de los presupuestos sanitarios es el mejor ejemplo.

Este modelo socioeconómico insostenible se plasma también en la pérdida de centralidad social y política del trabajo, que es, no lo olvidemos, el oxígeno que genera la energía vital de nuestras sociedades. Hace escasamente unas semanas el “fin del trabajo” -por utilizar una imagen manida-o la robotización centraban muchos análisis y discursos, con bastante papanatismo por cierto. El trabajo y los conflictos que le son propios han perdido centralidad en la ideología y los proyectos de la mayoría de partidos —de babor y estribor— en beneficio de otras categorías y conflictos vinculados a las identidades.

De golpe, la pandemia nos descubre un mundo distinto. Nos topamos con una realidad en la que destaca el valor del trabajo que llevan a cabo colectivos que hasta esta catástrofe han sido ninguneados y maltratados. Y deja al descubierto que el precio que se paga por estos trabajos no corresponde a su valor social.

Entre los aplausos al personal de centros sanitarios nos llega la sentencia del Tribunal de Justicia de la UE que confirma el abuso estructural de la contratación temporal en la sanidad, la política utilizada para reducir costes a expensas de precarizar las condiciones de trabajo. Y entre noticias sobre investigaciones punteras mundiales se cuela algún recordatorio de que muchos de los que dirigen estas investigaciones llevan décadas de precariedad contractual.

Quienes más sufren esa disonancia son las personas que ocupan trabajos de menor consideración social. Es el caso de las trabajadoras de la limpieza, que ahora descubrimos como esenciales para la salud pública, pero que lo son siempre, no únicamente en situaciones de huelga o de pandemia. O de quienes se dedican a la agricultura, sometidos a precios que no les permiten vivir de su trabajo; a la logística, organizada a costa del autónomo autoexplotador de sí mismo —ejemplo máximo de externalización—, o al comercio y la distribución alimentaria. No es solo el trabajo productivo el que nos recuerda su centralidad social; el despertar más abrupto lo hemos tenido en relación con los trabajos de cuidados: limpieza e intendencia doméstica, cuidados de criaturas o personas dependientes. De pronto descubrimos que eso de trabajar y cuidar al mismo tiempo es una tarea de alto riesgo y que nuestra sociedad no está preparada para hacer compatible empleo y cuidados véase el teletrabajo con los críos en casa-y que quienes lo intentan, mayoritariamente mujeres, pueden dejarse la vida en ello.

Es tal el fariseísmo existente que la CEOE ha denunciado el decreto ley 8/2020 que, de manera modesta, reconoce algunos derechos de conciliación, por considerar que pone en peligro a las empresas. Tremendo, aunque no es de extrañar en una sociedad en la que la competitividad se ha convertido en un nuevo Dios. En un país en el que su Tribunal Constitucional ha sentenciado que se podía despedir a una persona enferma en nombre de la productividad de las empresas.

La pandemia nos descubre que los valores que ahora, en medio del impacto emocional, destacamos como vitales no son los que infunden y gobiernan nuestra sociedad. Nos revela que los trabajos de los sanitarios, de servicios sociales, de atención a las personas, de los “basurillas” de la limpieza viaria, de suministros de alimentos y muchos más que tanto aplaudimos son trabajos penalizados en salarios y condiciones de trabajo.

Y ha hecho evidente que los trabajos de cuidados ni tan siquiera son considerados como trabajo y que los discursos sobre conciliación son retóricos y se quedan a las puertas de las empresas, vigiladas por los guardianes de la competitividad y la productividad.

El futuro, que ya es presente, es un tiempo de riesgos globales para los que nuestras sociedades no tienen respuestas. Para minimizar sus consecuencias deberemos tomar buena nota de las enseñanzas que esta pandemia nos deja y trabajar para cambiar el orden de nuestros valores, del modelo socioeconómico y las políticas que los sustentan. Necesitamos poner en primer lugar la defensa de los bienes comunes, al tiempo que situamos con fuerza la centralidad social del trabajo, de los trabajos.

Que nadie espere que ese cambio de paradigma nos vaya a caer del cielo. El anunciado Pacto Social de Reconstrucción es una oportunidad para conseguir que este estado emocional, mayoritario hoy en la sociedad, no se diluya y podamos canalizarlo hacia un modelo socioeconómico más sostenible y en políticas que lo concreten. Antes de que se nos olviden las enseñanzas de la covid-19.

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